El problema es que muchas veces –ya sea por pereza, por olvido, por falta de tiempo o por cualquier otro motivo- no lo hacemos. Asistimos a la celebración eucarística con atención y salimos de ella llenos de buenas intenciones, sí, pero se quedan en eso, en aspiraciones endebles y efímeras que nos duran lo que tardamos en encender el coche, en entrar al bar para el aperitivo o en llegar a casa y encender la televisión.
Hace unos pocos domingos, sin ir más lejos, el libro del Eclesiastés nos recordaba que “todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión” (Ec 1, 2). En un mundo tan cambiante, tan exigente, tan mediatizado por las redes sociales, corremos el riesgo de idiotizarnos. ¿Cuántos de nosotros no nos hemos emocionado y obsesionado ante la inminencia de un partido de fútbol, de un viaje exótico, de un concierto o de una simple comida en un buen restaurante? ¿Y qué ocurre cuando eso llega y después pasa? Nada: ocurre que estamos igual que si no se hubiera producido.
El hecho es que ponemos la ilusión en cosas materiales, sin terminar de aprender nunca la lección, a saber, que ellas no nos satisfacen ni lo harán jamás del todo. Las cosas que nos causan placer nos gustan, aunque no nos colman.
El tiempo pone realmente las cosas en su sitio. Lo que ahora se nos antoja importante, necesario, atractivo e irresistible, dentro de unos meses –si no días- lo reconoceremos como estéril, vacuo, falto de valor. En lo más hondo de nuestro corazón somos conscientes de que los caprichos vienen y se van, y de que lo que permanece son las personas a las que amamos, incluido Jesucristo. Nada más. Lo que deja huella es el amor que procuramos a quienes nos rodean, así de simple.
El mismo domingo que el de la lectura del Eclesiastés, San Pablo nos instaba a dar muerte a todo lo malo, que de malo, hay en nosotros y nos pedía buscar, poniendo siempre el corazón, los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios Padre (cfr. Co 3, 1-11). Es decir, se trata de priorizar y de procurar sopesar las cosas con perspectiva. De ilusionarnos por cosas de este mundo con moderación -porque son eso, ilusiones-, sin perder de vista el puerto último al que debemos llegar en medio de la tormenta. Porque, además, ese barco que dirigimos ahora puede irse a pique en el momento menos pensado.
Al final, de lo que verdaderamente deberíamos alegrarnos es de que nuestros nombres estén escritos en el Cielo (cfr. Lc 10, 20). Ésa es nuestra responsabilidad: sacar provecho de los talentos que Dios nos ha regalado y por los que luego, nos guste o no, nos pedirá cuentas.