La Iglesia Católica fue fundada por Nuestro Señor Jesucristo para perpetuar entre los hombres los beneficios de la Redención. Su finalidad se identifica, pues, con la de la propia Redención: expiar los pecados de los hombres por los méritos infinitamente preciosos del Hombre-Dios; restituir así a Dios la gloria extrínseca que el pecado le había robado; y abrir a los hombres las puertas del Cielo. Esta finalidad se realiza toda ella en el plano sobrenatural, y con orden a la vida eterna. Ella trasciende absolutamente todo cuanto es meramente natural, terreno, perecible. Fue lo que Nuestro Señor Jesucristo afirmó, cuando dijo a Poncio Pilatos “mi Reino no es de este mundo” (Jn.18, 36).
La vida terrena se diferencia así, y profundamente, de la vida eterna. Pero estas dos vidas no constituyen dos planos absolutamente aislados uno del otro. Hay en los designios de la Providencia una relación íntima entre la vida terrena y la vida eterna. La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin. El Reino de Cristo no es de este mundo, pero es en este mundo que está el camino por el cual llegaremos hasta él.
Así como la Escuela Militar es el camino para la carrera de las armas, o el noviciado es el camino para el definitivo ingreso en una Orden religiosa, así también la tierra es el camino para el Cielo.
Tenemos un alma inmortal, creada a imagen y semejanza de Dios. Esta alma es creada con un tesoro de aptitudes naturales para el bien, enriquecidas por el bautismo con el don inestimable de la vida sobrenatural de la gracia. Nos toca, durante la vida, desarrollar hasta su plenitud estas aptitudes para el bien. Con esto, nuestra semejanza con Dios, que era en algún sentido aún incompleta y meramente potencial, se torna plena y actual.
La semejanza es la fuente del amor. Tornándonos plenamente semejantes a Dios, somos capaces de amarlo plenamente y de atraer sobre nosotros la plenitud de su amor.
Quedamos así preparados para la contemplación de Dios cara a cara, y para aquel eterno acto de amor, plenamente feliz, para el cual somos llamados en el Cielo.
La vida terrena es, pues, un noviciado en que preparamos nuestra alma para su verdadero destino, que es ver a Dios cara a cara, y amarlo por toda la eternidad.
Por tanto, el Reino de Dios se realiza en su plenitud en el otro mundo. Pero para todos nosotros comienza a realizarse en estado germinativo ya en este mundo.
Todo cuanto los Santos Evangelios nos dicen del Reino de los Cielos puede ser aplicado con toda propiedad y exactitud a la Iglesia Católica, a la Fe que Ella nos enseña y a cada una de las virtudes que Ella nos inculca.
Es éste el sentido de la fiesta de Cristo Rey. Rey celestial, ante todo. Pero Rey cuyo gobierno ya se ejerce en este mundo. Es Rey quien posee de derecho la autoridad suprema y plena. El Rey legisla, dirige y juzga. Su realeza se hace efectiva cuando sus súbditos reconocen sus derechos y obedecen sus leyes. Ahora bien, Jesucristo posee sobre nosotros todos los derechos. El promulgó leyes, dirige el mundo y juzgará a los hombres. Nos cabe tornar efectivo el Reino de Cristo obedeciendo sus leyes.
Puede decirse, pues, que el Reino de Cristo se torna efectivo en la tierra, en su sentido individual y social, cuando los hombres, en lo íntimo del alma como en sus acciones, y las sociedades en sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artísticas se conforman con la Ley de Cristo.