Eso quedaría muy frío ante la palpitante realidad de ver, escuchar, calibrar al Cura, sentirle como la misteriosa humanización de un profundo y elevado ideal, de esa vocación de Bien a la que él ha dedicado su vida, no sin sacrificios ni sin vitales y difíciles renuncias.
En cierta ocasión dediqué una poesía a un apreciado sacerdote en la conmemoración del veinticinco aniversario de su ordenación, de la que me permito transcribir unas estrofas:
“Tú levantas el cáliz con el vino,
tú elevas la patena con el pan.
Procedes a las bodas y al bautismo
y oficias con unción el funeral”.
Y también:
“Tú elegiste a Jesús y eres de Cristo.
Tú irradias al Señor en tu mirada.
Tú tienes el dominio de ti mismo.
Tú llevas blanca luz dentro del alma”.
Con gran Amor a Jesús
Todo lo que el cura lleva a cabo, es útil, conmovedor, traspasa el Universo y nuestras almas. Él imparte el Bautismo y la Primera Comunión a nuestros niños, nos da pautas de virtud, ofrece el buen ejemplo en milagrosa imitación de Jesucristo… Sin pedir nada a cambio, e incluso soportando incomprensiones.
Trabaja incansablemente en todos los temas parroquiales y de apostolado, más de lo que parece. Unos están en parroquias, otros en las misiones. Y se esfuerzan por amor a Jesús y al prójimo.
Los trabajos y afanes del Cura son muchos más de los que parece. En las parroquias hay que tocar muchos temas, atender a cuidados y trabajos múltiples, y aunque existan cooperadores/as voluntarios/as, toda esa cadena de cuestiones debe supervisarla y darle un orden el párroco responsable.
Y aquí es oportuno mencionar a los que se les asigna la parroquia de un pueblo pequeño, a veces perdido entre montañas, y los cuales tienen que atender también a otras quince o veinte parroquias de los alrededores, las más de la veces, solos para todo, sin otros curas con los que compartir y departir. ¡Cuánto ánimo necesitan!
Y cabe hacer mención del gran pastor que tuvimos los cristianos, esforzado, viajero, sabío, lleno de santidad. Se llamaba Karol Wojtyla, el Sumo Pontífice Beato Juan Pablo II.
Y así, en general, todos los feligreses amamos al sacerdote, sobre todo al que nos es más cercano.
¿Porque le queremos?
Poque, sencillamente, él es “el Padre”, “el Mosén” y es también nuestro mejor hermano.