El Pueblo de Dios iba viviendo una serie de acontecimientos que interpretaba a la luz de la fe. Estos eran transmitidos de viva voz y en ocasiones incluso se puso alguno por escrito, hasta que llegó el momento en que alguien, recopilando todo el material existente (tradiciones orales y pequeños escritos), redactaba finalmente uno o varios libros bíblicos.
En esta tarea redaccional intervinieron fundamentalmente Dios, que inspiraba la Escritura, y los autores humanos, que con la inspiración divina iban escribiendo lo que Dios quería que quedara consignado en los libros sagrados. Esto es lo que recibe el nombre de «inspiración» y hace que la Biblia sea a la vez Palabra de Dios y palabra humana. Hay, pues, dos autores en la Biblia: Dios, que es el autor principal y el hombre, que es el autor secundario. Es palabra de Dios porque de Él viene. Y es palabra del hombre, porque surge de la inteligencia y de los dedos humanos. Este hecho configura por completo la Biblia pues está escrita con lenguaje y con sentir de historia humana. Por eso, refleja el estilo y el carácter humano de quien la ha escrito como instrumento de revelación, lo que hace imprescindible que a la hora de estudiarla realicemos un acercamiento al contexto en que fue redactada (DV 12).
Son muchos los hombres, inspirados por el Espíritu Santo, que han intervenido en la composición de estos libros. Sin embargo, conviene tener presente que el concepto actual de autor es muy distinto del que se tenía en el mundo antiguo. Hoy a los autores se les reconoce la propiedad literaria de su obra, el «copyright», por lo que nadie tiene derecho a modificar lo que él escribió. En el mundo bíblico, en cambio, los autores tenían la convición de que escribían en nombre de Dios y a beneficio del pueblo, por lo que no consideraban los escritos como algo suyo. Por este motivo, un discípulo o un comentarista posterior podía estar tan inspirado como el autor y, tiempo después, comprender mejor el alcance de lo que el otro había dicho. Entonces no dudan en redactar de nuevo los textos antiguos, introduciendo aquello que sólo se había percibido mucho más tarde.
Los textos de que ahora disponemos son esas palabras recogidas, a veces completadas o redactadas de nuevo, como lo hubiera hecho el autor si hubiera vivido más tarde. Y todo ello se sigue conservando bajo el nombre del autor original. Conozcamos o no los nombres de sus autores humanos, lo importante es que en esos libros reconocemos la voz de Dios.