El Sumo Pontífice le recomendó que empezase por Nápoles, donde nadie tenía la vida segura. Él y sus sacerdotes recorrían pueblos y ciudades predicando el evangelio y la conversión. El santo, que terminaba cada misión terriblemente fatigado, les decía a sus amigos: ¿Si es tan bonito trabajar por Nuestro Señor aquí en medio de tantas fatigas, cuánto más será estar junto a Él en el cielo donde no hay dolor ni cansancio?
Murió en Roma en 1836 y fueron tantos los milagros que se obtuvieron por su intercesión, que el Sumo Pontífice lo declaró Santo en 1954.