Debió de ser terrible el proceso del martirio hasta su muerte, cuando en Oriente se le llama el «Gran Mártir».
Fue un soldado que nació en Capadocia –en la Turquía actual– y que murió en Nicomedia a comienzos del siglo iv, probablemente en la persecución de Diocleciano. Poca cosa concreta se conoce de su vida con plena fiabilidad, porque las múltiples y variantes referencias están plagadas de fábulas y ficciones que, si bien portan ejemplarizantes lecciones y llevan consigo el encanto de la sencillez que cautiva la imaginación, es más que probable que nada tengan que ver con la verdadera y desconocida verdad de su existencia.
Es el santo que mata haciendo el bien. La iconografía lo ha representado con frecuencia con caballo, lanza, espada, casco y armadura, enfrentándose y venciendo al terrible dragón. Se cuenta de mil formas que aquella terrible bestia, asentada en las orillas del lago, tenía asolada a la ciudad pagana de Silene, en Libia. Solo con su aliento mataba. Para aplacarlo, cada día le llevaban dos ovejas que devoraba al instante; luego tuvo que ser una doncella. Un mal día le tocó el turno a la hija del rey, pero se presentó un apuesto jinete que cabalgaba haciendo el bien; se apercibió de lo que sucedía, hizo la señal de la cruz, y, en nombre del Señor Jesús, se lanzó aquel formidable guerrero contra el dragón con furia y valentía nunca vista. Mató a la bestia y catequizó al pueblo, que comenzó jubiloso y agradecido una vida nueva.
La leyenda de san Jorge es todo un símbolo. El dragón representa a las fuerzas del Mal que pretenden aniquilar, sedientas de sangre, a la indefensa comunidad de creyentes, que será conducida a un nuevo y feliz modo de vivir por Jesús, el único salvador capaz de vencerlas. Jorge solo es el sobre que lleva la carta.
En Lydda –Palestina–, donde se dice que sufrió martirio, se construyó un templo dedicado al santo; inscripciones del siglo iv hablan de sus reliquias; los reyes merovingios se atribuyeron la descendencia de un hijo de san Jorge, para buscar su parentela; Ricardo Corazón de León lo nombró patrono de los cruzados, que fueron quienes se encargaron de extender su devoción y culto en Occidente, llegando a ser Patrón de Inglaterra, de Portugal, Génova y hasta de la Autonomía Catalana, que conserva en el edificio de la Diputación las reliquias del santo donadas a Felipe II por su embajador en Alemania. No se privaron los artistas como Rafael, Donatello, Carpaccio y otros de imprimir con sus pinceles la figura venerada por reyes y pueblos.
La oficialidad de la Iglesia no se pronuncia sobre los datos narrados de mil maneras en torno a la figura del santo; ese que hace sonreír a los críticos, menear la cabeza a los sabios y quitarse el sombrero al hombre del pueblo. Sí que ha rebajado la categoría de su fiesta, haciéndola solo optativa, como dando a entender que una cosa es que existiera el mártir –testificado por dos inscripciones primitivas en una iglesia siria y por un catálogo del papa Gelasio I, fechado en el año 494, en el que san Jorge aparece mencionado como una persona cuyo nombre fue objeto de veneración– y otra que su figura se adapte a la epopeya aureolada con que popularmente se le envuelve. Con respecto a la autenticidad de los relatos, ni afirma ni niega, solo deja que se sigan escuchando y... se lava las manos.
Por cierto, ¿no será otro de los símbolos encerrados en la figura juvenil y aguerrida de san Jorge, presto siempre a la pelea contra el mal, la representación plástica de la firme persuasión acerca de lo que ha de ser la vida del cristiano, considerada como una continuada lucha contra los dragones personales que están solapados y disimulados en nuestro interior?