Una suave penumbra, rasgada tan sólo por un rayo de sol que incidía sobre los vitrales, envolvía la capilla del convento de las Hermanas de San José. El silencio reinaba en el recinto sagrado a esa hora de la tarde, mientras la comunidad se ocupaba de las labores cotidianas. De pronto, la puerta de acceso a la clausura se abrió sin hacer ruido, dejando pasar a la Hna. Trinidad, una joven religiosa que antes de entrar miró hacia todas partes para asegurarse de que estaba sola. Al ver que de hecho la iglesia estaba vacía, corrió hacia una imagen de San José que presidía el altar mayor y se lanzó a sus pies:
‒ Oh poderoso San José ‒exclamó en voz baja‒, cuando estabas en la tierra tratabas de proveer las necesidades materiales del Hijo de Dios y de tu esposa virginal, María Santísima. Considera ahora mi aflicción: he roto el único incensario que había en el convento, que iba a ser usado en la próxima ceremonia de votos solemnes de algunas novicias, el 19 de Marzo, día de tu solemnidad. He recibido la obediencia de conseguir uno nuevo, pero no tengo capacidad ni condiciones para ello. Providéncialo tú mismo, te lo suplico…
Al levantar los ojos hacia la imagen se quedó extasiada: el rayo de sol tamizado por el colorido del vitral, que antes iluminaba el suelo de la iglesia, ahora bañaba el rostro del glorioso Patriarca, haciéndolo brillar con reflejos multicolores, en un espectáculo maravilloso. Por unos momentos la Hna. Trinidad se olvidó de la preocupación que la afligía, y comprendió enseguida que eso era una respuesta del Cielo: sí, San José lo había entendido y le prometía una solución. Asumida de sobrenatural alegría, salió de la iglesia y se fue a sus quehaceres con entera paz de alma, segura de que su problema estaba en buenas manos…
Al día siguiente, la Hna. Trinidad se levantó muy temprano, antes del amanecer, según su costumbre, porque era la encargada de la sacristía y debía prepararlo todo para la Misa conventual. Al pasar por el pasillo central de la iglesia tropezó con una caja y cayó de bruces. Aturdida, la joven monja se levantó, arreglándose el hábito. Debido a la penumbra de la madrugada no se había dado cuenta que habían dejado ahí ese bulto. ¿Quién podía haberlo puesto en mitad del pasillo, justo delante del nicho de… San José?
El corazón de la Hna. Trinidad latía con fuerza. ¿Habría hecho el milagro? Sin pensarlo más, se inclinó para analizar el paquete y, a la tenue luz de la aurora, leyó las siguientes palabras: “Entregar a la hermana sacristana”. ¡Era para ella! Temblando, abrió la caja y se encontró con un hermoso incensario labrado en plata con esmero, una autentica obra de arte.
Una semana después, el día de la Solemnidad de San José se realizó la ceremonia de los votos solemnes de las novicias. La iglesia estaba llena y todos admiraban el nuevo incensario que brillaba en las manos del obispo, exhalando hacia lo alto, bellas y elegantes columnas de perfumado humo blanco, contribuyendo a hacer la Misa aún más esplendorosa.
Terminada la celebración, mientras la Hna. Trinidad se ocupaba de guardar los ornamentos y otros objetos litúrgicos, se acercó a ella un hombre al que desconocía por completo.
‒ Hermana ‒le dijo‒, quiero agradecerle que hayan usado ese incensario en la ceremonia.
‒ En realidad…, es el único que tenemos en el convento, señor ‒le respondió.
‒ Pues me siento muy honrado. Lo dejé aquí la semana pasada, para cumplir una promesa a San José, y no sabía si iba a gustarles. Pero al ver que ha sido usado precisamente en una Misa en su honor, he sentido una gran alegría. Y en una ceremonia solemne en la que más almas elegidas se consagran como esposas de Cristo.
Sin mostrar la emoción que la invadía, la joven religiosa se interesó por los detalles del hecho, que el hombre se dispuso a contar.
‒ Soy dueño de una tienda de antigüedades ‒explicó el visitante‒ y hace tiempo que deseaba vender un cuadro de San José de gran valor, pintado por un famoso artista. Como necesitaba dinero para pagar algunas deudas, le prometí al santo que daría un incensario a alguna comunidad religiosa, si conseguía vender el cuadro. Esa tarde, hace exactamente una semana, apareció un comprador que pagó por la pintura una cantidad superior al precio estipulado. Entonces compré el incensario más bonito que pude encontrar y al saber que en la ciudad existía un convento de Hermanas de San José, decidí dárselo de regalo a su comunidad. Quería haberlo entregado a la hermana sacristana, pero a causa de lo tardío de la hora no me fue posible. Tras insistir bastante, la hermana portera sólo me permitió que entrara rápidamente en la iglesia y dejara mi ofrenda ante el nicho del santo Patriarca.
A medida que el hombre iba hablando, las lágrimas caían por las mejillas de la religiosa. Con mucha humildad, ella le narró el desastroso episodio de la rotura del incensario y la petición que le había hecho aquella tarde, hacía una semana, ante la imagen de San José. Y, finalmente, exclamó:
‒ No hay nada que le pidamos a este glorioso Patriarca que él no sea capaz de concedérnoslo. De hecho, si Jesús se dignó serle sumiso en esta tierra, ¿cómo no iba a atenderle en el Cielo?