Es el momento de la comunión. El pintor plasma dos realidades diferentes: una visible y la otra no visible.
Tras presentar una de las hostias consagradas a los asistentes con la solemne declaración del Bautista —“Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccatum mundi”—, el sacerdote ha descendido del presbiterio hasta el comulgatorio. Las religiosas se aproximan con devoción. De rodillas y con las manos juntas en posición de oración, una de ellas está a punto de recibir al Señor. Es joven. Las facciones de su rostro, realzadas por la toca blanca alada que usa, son finas, y revelan seriedad y calma. Su postura erguida recuerda esas estatuas orantes de reinas y nobles damas que contemplamos en monasterios y catedrales. De la cintura, sobre el hábito azul, cuelga un rosario grande, en el que podemos identificar la medalla milagrosa en el corazón que une los misterios con la cruz. Detrás, otras religiosas aguardan con recogimiento su vez.
Revestido con la pompa que corresponde a la sagrada liturgia y acompañado por dos monaguillos que portan sendos candelabros con la vela encendida, el sacerdote comienza a distribuir la comunión que lleva en ese reluciente copón de oro fino. Todo es solemne y ceremonioso y, al mismo tiempo, muy natural. Lo refleja la distracción de ese monaguillo que nos mira.
La otra realidad, no visible, es la que el artista da forma en el haz de luz intensa que penetra por una ventana superior. Un coro de ángeles inunda la penumbra de la nave. Solícitos acuden para adorar al Señor, su Dios, como lo hicieron en el Portal de Belén. Su cántico celestial no conseguimos escucharlo con los oídos de la carne, ni ver sus gloriosas figuras con la retina de nuestros ojos. Pero no por eso deja de ser real. Nuestro pintor ha tenido el supremo acierto de vislumbrarlos, y nos los muestra gozosos, alabando a Jesús sacramentado.
Si nos aislamos de los ruidos que nos aturden diariamente, cuando nos acerquemos a comulgar, tal vez consigamos escuchar en nuestro corazón el eco de las dulces notas que ese ángel tañe con su arpa.
Felipe Barandiarán
Angelo Josef Graf von Courten (Bolonia 1848, Munich 1925) provenía de una antigua familia suiza de Courten. Su padre era general florentino del ejército de los Estados Pontificios. En 1867 entró él mismo al servicio del ejército papal, al que perteneció hasta la disolución de los Estados Pontificios en 1870. A partir de 1872 continuó sus estudios de arte en Múnich, que ya había iniciado en Italia. Se matriculó en la academia de arte y tuvo por maestro a Karl Theodor von Piloty. Alcanzó el éxito como retratista y pintor de género, siendo muy solicitado. También abordó temas históricos y religiosos. Entre las obras más importantes de su trayectoria están las realizadas para el Nuevo Palacio Herrenchiemsee, construido por Luis II de Baviera, en 1878-1886. Se casó con Irene Athenaïs von Klenze en 1873, con la que tuvo seis hijos, entre ellos Louis (1885-1969), que siguió los pasos de su padre, y Félix (1877-1959), que trabajó como arquitecto e ilustrador. Angelo von Courten vivió en Munich hasta su muerte. Desde la década de 1890 pasaba sus vacaciones de verano en Miesbach. Posteriormente, cinco de sus hijos vivieron principalmente aquí y construyeron varias villas en el lugar, de las que se conservan casi todas.