Creer se ha vuelto más difícil, porque el mundo en el que nos encontramos está hecho completamente por nosotros mismos y en el que, por decirlo así, Dios ya no aparece directamente. Ya no se bebe directamente de la fuente, sino del recipiente que se nos presenta ya lleno, etc. Los hombres se han construido el propio mundo, y encontrarle a Él en este mundo se ha convertido en algo muy difícil. Esto no es específico de Europa, si no que es algo que se constata en todo el mundo, de manera particular en el occidental. Por otra parte, Occidente viene hoy tocado fuertemente por otras culturas, en las que el elemento religioso de origen es muy poderoso, y quedan horrorizadas por la frialdad que encuentran en Occidente por lo que respecta a Dios. Y esta presencia de lo sagrado en otras culturas, aunque quede velada de muchas maneras, toca nuevamente al mundo occidental, nos toca a nosotros, que nos encontramos en el «cruce» de tantas culturas. Y también desde lo más profundo del hombre en Occidente surge la búsqueda de algo «más grande». Vemos que en la juventud aparece la búsqueda de ese «más»; vemos cómo en cierto modo el fenómeno religión --como se dice-- vuelve, aunque se trata de un movimiento de búsqueda a menudo indeterminado. Pero con todo esto la Iglesia está de nuevo presente, la fe se ofrece como respuesta”.
Y añade: “es necesaria una racionalidad más amplia, que ve a Dios en armonía con la razón, y es consciente de que la fe cristiana que se ha desarrollado en Europa es también un medio para hacer confluir juntas razón y cultura y para integrarlas también con las acciones en una visión unitaria y comprensiva. En este sentido creo que tenemos un gran deber, es decir, mostrar que esta Palabra, que nosotros poseemos, no pertenece –por decirlo de algún modo- a los trastos de la historia, sino que es necesaria precisamente hoy» .
Si el nivel de conciencia humana en esta hora estuviese representado por la afirmación de Heidegger: «Existir significa estar sosteniéndose dentro de la nada», o las de Sartre: «Es absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos» y que «todo lo existente nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por tropiezo», a nadie se le oculta la dificultad de un diálogo que haya de tener un espacio para las virtudes teologales de la fe y de la esperanza con los presupuestos culturales de modo en el momento actual. Así no es extraño que se haya escrito, como lo hace Raymond Winling: «El hombre contemporáneo anda en busca de su identidad y se esfuerza inútilmente por encontrar el espejo que pueda devolverle su imagen: ya que el espejo se ha roto».
H. U. Von Balthasar ha escrito que el hombre moderno, cansado de declamaciones y de lo efímero, busca a alguien de quien provenga la frescura propia de los orígenes y que sepa orientarle en la dirección exacta. Comparando el testimonio y la vida de tales personas, se puede ver que hay un denominador común que cualifica su personalidad: se trata de la apertura a la trascendencia. No encontramos nunca, en esas personas, una cultura complacida y autosuficiente, sino el sentido constante de una búsqueda humilde y nunca satisfecha; jamás las encontramos encerradas en la dimensión de su exclusiva competencia, sino que las vemos atentas a la suerte global del hombre; no las sentimos como poseedoras orgullosas de verdad, sino como quienes ofrecen afablemente su saber.
Romano Guardini, otro gran testigo y profeta del siglo XX, ha afirmado que “el lenguaje de las devociones ha sido reemplazado por palabras que pertenecen a la vida sobre la tierra y que describen el grito que una criatura dirige a la otra". Para la gente del siglo XX, Dios está muerto, y por eso podríamos dirigir nuestras invocaciones religiosas a seres poderosos, pero finitos, que serían como ángeles; "ángeles", que, sin embargo, no nos pueden ayudar. Según Guardini, nuestra conciencia de la ausencia de Dios significa que "la soledad se ha hecho aún más profunda". Con esto entramos en la necesidad de la persona humana de relacionar los diversos aspectos de su existencia en medio, como dice Tylor:
«Ese complejo conjunto que incluye el conocimiento, las creencias, las artes, la moral, las leyes, las costumbres y cualesquiera otras actitudes y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad».
Todos necesitamos, en efecto, aprender una lengua que nos permita entrar en comunicación con los demás, poner en marcha técnicas que nos protejan de las adversidades naturales, interpretar y dar sentido a la vida. La cultura aparece así como un constitutivo ontológico del hombre; es precisamente lo que hace del hombre un «ex-animal». Hoy este sentido del término está generalmente admitido. De hecho, es el propuesto tanto por la UNESCO como por el Vaticano II, cuya definición encontramos en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo:
«En sentido amplio, la palabra “cultura” designa todo aquello por lo que el hombre perfecciona y desarrolla las múltiples capacidades de su espíritu y de su cuerpo; se esfuerza en someter al universo por medio del conocimiento y del trabajo; humaniza la vida social, la vida familiar y el conjunto de la vida civil, gracias al progreso de las costumbres y de las instituciones; traduce comunica y conserva en sus obras, en el transcurso del tiempo, las grandes experiencias espirituales y las grandes aspiraciones del hombre».
El Prof. Manuel Carreira, hace unos años concluía una ponencia sobre”Implicaciones teológicas de la física moderna” con estas palabras: “Todo nuestro conocimiento del mundo físico, decía Einstein, es incompleto y pueril, pero para él era lo más precioso que tenemos. Conocer la obra de Dios en cualquier aspecto de su grandeza es una labor ennoblecedora, y puede y debe hacerse sin prejuicios ni miedos. Como ha dicho Carl Friedrich von Weiszäcker, el primer sorbo de la copa de la ciencia aparta de Dios, pero cuanto más se bebe de ella, más claro se ve en su fondo el rostro del Creador”.