Pero ¿qué pasa?, pues sólo esto: que no pocos piensan que esto se alcanza de modo autónomo, o sea, sin tener en cuenta para nada a Dios.
Incluso no falta gente que dice para sí: “mi razón es soberana absoluta y mi libertad personal lo mismo”, a la hora de determinar qué es bueno o qué es malo.
Esto es lo que ahora se llama “ética humana”, sólo humana y lo que fundamenta ese engendro que suelen denominar “moral laica”: yo no sólo puedo sino que debo elegir libremente mi comportamiento.
Pero esto es un error, un gordo error que se asienta en esta mentira tan extendida hoy: hay siempre un conflicto entre la libertad y cualquier forma de ley. Y ¿por qué esto es un tremendo error?
Muy fácil. Yo soy criatura, luego tengo un creador y ese creador me pone “unas reglas de juego”, que incrusta en mi misma naturaleza de criatura.
Es lo que se ha llamado siempre ley natural y que ahora se olvida o se arranca de la mente y corazón de mucha gente.
La verdadera libertad
Pues no: el creador a su criatura lo hace así. O sea libre, pero lo es en la medida en que se somete a su ley, a la ley de Dios.
Entre mi libertad y la ley de Dios no sólo no hay contradicción sino, al revés, la obediencia a la ley de Dios es la que garantiza y asegura el ejercicio de la verdadera libertad.
Si no se acepta esto, es el caos (como el que padecemos aquí ahora) en el que lo bueno es lo que determina la opinión influyente. En matemáticas se ve mejor. Si suponemos mayoritariamente que sumar dos y dos es cinco, el consenso no cuadra. Lo vemos claro. Y eso que es simple matemática elemental.
Pero si es ley de Dios ¿por qué el aborto ha de ser bueno y también el denominado “matrimonio” entre dos personas del mismo sexo?
Mil veces no. Si a esto añadimos el paquete de razones que aduce la escritura Sagrada sobre esa relación de armonía entre libertad humana y ley de Dios, tenemos el refrendo para sostener con justa razón que la fe en Cristo, es el coronamiento de la verdadera antropología.
Así de sencillo: la senda que señala Jesús no es norma “desde fuera”. Es el mismo Jesús quien recorre el camino y no se limita a decirnos que sigamos a su ley, sino que nos incorpora a Él mismo (eso es el bautismo) y nos capacita así para acoger y poner en práctica su ley. Por eso somos “hijos” de Dios.
Como guinda, consideraos, creyentes en Cristo, la inhabitación del Espíritu Santo y ya tenemos el completo: no es someterse a una ley exterior, es, más bien, el efecto de una relación vital con Dios.
Pues bien, como decíamos, si a esto añadimos las razones bíblicas, que lo confirman, entendéis por qué el Papa, y nada menos que a la docta Comisión Bíblica Pontificia, hiciese estas estupendas reflexiones que os acabo de sintetizar.
Y es que la relación con Cristo, es la realización más elevada del obrar moral del hombre, dicho sea con el debido respeto a esa “moral laica”, a esa “ética humana” con más agujeros que un colador.