Acomodado en un mundo de axiomas desea cohonestar razón y tradición. Tal vez esa sea la causa por la que nos cuesta aceptar el cambio como elemento troncal de la existencia. La vida pone en evidencia que el “nuevo presente” nos sorprenderá con acontecimientos imprevisibles. Estamos condenados a trabajar con la hipótesis de un futuro sorprendente, en cambio permanente.
Desde la Prehistoria, los seres humanos tuvieron que acostumbrarse a buscar territorios desconocidos, en los que reconstruir sus existencias. Errar parecía formar parte de su destino. Recomenzar, se convirtió en base de su lucha por la supervivencia.
En el momento en que Noé distribuye a sus descendientes por diferentes territorios de Asia, el humano se convierte en caminante en busca de un remedo del Paraíso. La interminable contienda comienza. Los nómadas luchan contra los agricultores sedentarizados. Las ciudades tienen que levantar murallas, para defenderse de los invasores, y la precariedad se convierte en la peligrosa compañera de los orgullosos mortales. Por causa de la guerra, de las epidemias o simplemente del hambre, las personas, abandonando las pocas pertenencias que poseen, parten en busca de un futuro más digno. Gracias a ese deseo se extienden por los más recónditos lugares de la Tierra.
Búsqueda de nuevos lugares
Tras la desaparición del Imperio Romano de Occidente, a finales del siglo V, Europa se verá obligada a reconstruirse. La búsqueda de un mundo mejor volverá a formar parte del imaginario de los campesinos, Primero, América, después, Australia. Siempre más lejos, más difícil, más desconocido. Sólo sus creencias, su descaro, su osadía y su voluntad permitieron a aquellos hombres y mujeres imponerse a los difíciles retos, que les planteó la geografía. Seguían buscando un lugar en el que recordar a sus muertos y alabar a su Dios.
La historia de la Humanidad es poética y heroica, triste y misericorde. El viaje de Colón abrió un mundo lleno de posibilidades. Durante cientos de años, el nuevo Continente se convirtió en el lugar anhelado para quienes desesperaban en los ensangrentados campos de Europa. ¿Qué lejana debía parecer la viña que plantara Noé al abandonar el Arca?
Venciendo sus miedos, cargados de melancólicos recuerdos, muchos europeos partieron en busca de “El Dorado”. No siempre tuvieron éxito y pocas veces lo lograron, en su primer intento. Cuando, en 1920, las praderas de EE. UU. se secaron, quienes las habitaban se vieron obligados a marchar al Oeste. De esta manera se colonizó California.
África y Oriente próximo
Hoy, los campos de África sucumben agostados por la falta de agua y por el imparable avance del desierto. Muchos de sus habitantes mueren de hambre y de sed. Su férrea voluntad les inspira a rehacer sus vidas. No son los únicos; como consecuencia de una errónea distribución territorial, la zona que va de Siria a Egipto se convirtió en un peligroso polvorín tras la Primera Guerra Mundial. Habitada por antiguas culturas lleva años intentando recuperar su historia. Las recientes conflagraciones, que se han producido en el solar, han obligado a sus habitantes a abandonar la zona.
Partir una mañana antes de que se levante el sol. Marchar abducidos por un nombre: Europa. Arrostrar un camino hacia la inexistente utopía… En sus almas se despierta el antiguo sueño: es preciso caminar en busca del Norte. Aunque lo ignoren, el sentimiento ancestral es más fuerte que el conocimiento. Saben que tendrán que morir varias veces antes de alcanzar su objetivo. Perderán su dignidad. Nadie respetará su orgullo como humanos. A pesar de ello están dispuestos a todo. Son conscientes de que durante la marcha serán robados, violados, ignorados, tratados peor que si fueran esclavos. Como sus antepasados, lo hacen por sus hijos. Alguien ha conseguido un viejo mapa colonial, que los frailes guardaban en la escuela. Jamás volverán a ver la lujuriosa luz del sol de África. Ellos, se saben condenados, pero aún les queda la última esperanza, que sus hijos conozcan la felicidad.
La inmigración, una esperanza
Cariñosa, la madre vuelve a colocar la vieja toquilla, envolviendo al pequeño que lleva en su regazo, y mira al horizonte con ojos expectantes. Quizá puedan volver a rezar en una iglesia. Se adaptarán a su nueva vida…
Muchos meses después de abandonar el cielo del poblado que los vio nacer, en una neblinosa mañana, abandonados en un mar extraño, rodeados de procelosas nubes, amenazados por el vaivén de las olas que convierten la ligera embarcación en juguete de las olas, divisan una costa recortada entre la niebla. Llueve y el frío se mete por entre los huesos. El niño llora. Su marido, un buen hombre, cayó, hace días, presa de los contrabandistas. No pudo soportar que violaran a su dulce amiga. Sabe que van a entrar en un mundo desconocido y puede que hostil. Vuelve a mirar al pequeño. El cansancio le ha podido y se ha quedado dormido. No odia, no puede odiar a nadie. Abre el hato que lleva a su lado. Sobre la vieja edición de la Biblia que, mohína y con cientos de arrugas y dobleces, parece un trozo inservible de algo que hace muchos años fue un libro, reza al Dios del amor: “Jesús, mi vida no es importante. Enséñale el camino. Ayúdale a vivir.”