Dios, el Creador del Cielo y de la Tierra, el Alfa y el Omega, el Artífice de cuanto vemos, sentimos y deseamos, decidió venir a este mundo en forma de pequeña criatura humana. Y, por si fuera poco, lo hizo en unas circunstancias de máxima pobreza, porque la Virgen María no dio a luz en un palacio, en una posada… ni siquiera en una calle más o menos concurrida de algún pueblo por la que pudiera pasar, quizá, un doctor o una matrona.
Los primeros llantos del hijo de Dios fuera del vientre de su madre resonaron en una cueva, en una perdida cripta, lejos de cualquier expectación y celebración superflua. Está claro que aquel escenario escogido por Dios no fue trivial. Quería darnos muchas lecciones a los cristianos y al mundo entero.
En la gala de los Oscar de 1999, frente a un sinfín de personalidades acaudaladas de Hollywood, Roberto Benigni, famoso actor y director de la premiada película “La vida es bella”, ni corto ni perezoso, agradeció su dorada estatuilla, entre otros, a sus padres, “por haberle dado el mayor regalo que podían haberle hecho: la pobreza”. Puede que exagerara, pero definitivamente sonaba convencido y honesto. Dios quiso a los pobres y a los enfermos, a los abandonados, a los desolados, a los deprimidos e ignorados, más que a cualquier otro colectivo. Como señaló San Pablo, Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8,9).
De hecho, los doce apóstoles procedían también, en su inmensa mayoría, de estratos sociales bajos. Porque, en buena medida, Jesús bendecía y bendice a los pobres: son bienaventurados, y de ellos, los pobres de espíritu, es el reino de los cielos.
¿Qué ocurre con la gente adinerada? ¿Y con los de la clase media, o los que no vivimos en la miseria? ¿Estamos condenados? Por supuesto que no. Pero el Señor, tal y como el Papa Francisco se ha encargado de repetirnos un sinfín de veces, sí que “nos llama a un estilo de vida evangélico de sobriedad, a no dejarnos llevar por la cultura del consumo”; a preocuparnos por los pobres, a ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales; y a aprender de ellos sobre virtudes tan esenciales como la humildad, la confianza en Dios, la dignidad, la serenidad o la paciencia.