Una nueva vida que convierte lo que todos esperamos, con más o menos conciencia de ello pero llega, que es la muerte, como algo de paso. ¿Cabe optimismo mayor? No sólo estamos de paso (una noche en una mala posada, que decía la doctora Teresa, natural de Ávila), sino que el fin del trayecto es vida eterna y feliz. Así se cumple el plan que ahora repite en su habitual despedida el locutor en la radio de turno: que seas feliz. Y es lo que nos pone Jesús en bandeja. Pero para tomarlo en serio ese Jesús es Dios. Si no, como dice Ratzinger de su paisano Bultman, la hacemos buena: vamos detrás de Jesús y nos topamos con un hombre, estupendo, admirable, pero sólo un gran hombre de la historia. O sea la meta sería la más sonora frustración. Sólo si Jesús es Dios, funciona el plan: es Dios, que quede claro. Porque se andamos con gaitas, se desmorona la propuesta del seguimiento de Jesús. Confesarlo como Dios no mengua, para nada, eso del amor a los pobres, la libertad ante la injusticia, la denuncia de la dictadura… y tantos sabrosos aditamentos. Pero este agudo sabor de la salsa no puede disimular la gran vitamina, de eterno valor, que contiene el núcleo vital del mensaje. Es Dios.
Y ahí está el porqué de qué, aunque somos menos y pese menos la Iglesia en la sociedad, seamos optimistas, con conciencia de victoria: porque nuestro líder, la cabeza del Cuerpo, es Dios, que quiso hacerse Hombre y se inventó, Él y no San Pedro, la Iglesia, depositaria de esa vida eterna, que es humana, también, y por eso pecadora. Pero humano, aunque sin pecado, que Jesús, y menuda la que le armaron porque se deja besar por la meretriz, se mete en la casa del publicano (al parecer corrompido) y aparece desnudo en el lecho del esclavo penado. La Cruz.