Charles Giraud, pintó numerosos interiores. Aprendió el oficio de su hermano Eugène. Aquí nos introduce en el ambiente cálido de una velada en un salón de la calle Gramont, en París.
El verde de las paredes armoniza con el rojo de las cortinas y la opulenta alfombra que absorbe el ruido. Reflejada en los espejos, las lámparas de aceite irradian una luz difusa y suave por la amplia estancia. La chimenea está encendida. El discreto crepitar de los leños en brasa aporta una nota acogedora al ambiente. Una atmósfera de quietud que invita a la conversación.
En el centro, captando la atención de las damas, un niño saluda a la dueña de la casa, vestida de luto. Su postura erguida sugiere estar recitando algo, tal vez un poema, como era costumbre en las reuniones familiares o de alta sociedad, donde los niños eran invitados a mostrar sus talentos o habilidades. Su actitud, llena de respeto y cierto aire solemne, habla de la educación rigurosa y ceremonial propia de su clase.
A la derecha, en torno a una pequeña mesa redonda, sobre la que luce un candil, un hombre comenta con sus amigos un artículo de periódico.
Los salones eran el lugar de encuentro habitual, destinado a la conversación y al entretenimiento refinado.
El arte de la conversación alcanzó su apogeo en la Francia del siglo XVIII. En España eran famosas las tertulias literarias, culturales o científicas del siglo XIX en los cafés. El final del día estaba reservado para conversar con sosiego y tratar asuntos variados.
Saber conversar es un arte, quizá el más importante de la existencia humana. Por eso, hasta no hace mucho se cultivaba con primor. Lo más interesante de una buena conversación no es tanto el tema sino las personas con las que se está. La convivencia espiritual, vamos a decir.
En una alternancia agradable entre el silencio y el intercambio de ideas, de impresiones, de recuerdos, se pasea a través de diversos asuntos, como en un jardín donde se encuentran flores variadas, pájaros multicolores…
El buen interlocutor debe tener el don de la comunicatividad, que supone un cierto interés por los otros. Cuando sentimos que se aprecia lo que decimos, ocurre un fenómeno semejante a la resonancia en las copas de cristal, que vibran por simpatía.
Hoy en día, en nuestro mundo súper conectado, escasean las buenas conversaciones, o se reducen a un conjunto de pequeños casos triviales, sin mayor importancia. Y con la invasión de la televisión, las serie o el móvil en mano, ni siquiera eso.
Felipe Barandiarán