Un lánguido sol dorado desaparece lentamente tras las montañas. La nieve del valle recoge sus últimos reflejos y difumina una difusa luz anunciando las últimas horas del día. Las ramas secas de los árboles pelados se recortan sobre el cielo gris con dramatismo.
Algunos vecinos bajan por la ladera hacia la fuente, que mana agua a pesar del helado entorno. Unos niños acuden en tropel atraídos por la música. Frente a una típica casa suiza, de madera, de la que cuelgan carámbanos del tejado, se cantan villancicos. Dirigidos por el maestro de escuela, y organista de la iglesia, el improvisado coro navideño llena de alegría el ambiente. Se apiñan en torno a la brillante linterna con forma de estrella que porta en lo alto, a modo de enseña o cruz de guía, uno de los muchachos, y que concurre ya con la apagada luz del sol. Subido sobre unos peldaños de piedra, sobre la nieve, y con el arco de su violín como batuta, el esforzado maestro dirige a los rústicos músicos: a los lados del viejo del clarinete, dos violines; luego un hombre alto que, aplicado, se inclina sobre su contrabajo; cierra al grupo, de espaldas a nosotros, ese apuesto joven con sombrero y bigote que toca su trompa de caza. En el centro los niños, con sus sonrosadas caras y voces angelicales.
Dejando el calor del hogar, cuyo reflejo rojizo vemos a través de los cristales empañados, la familia asiste encantada al improvisado concierto desde la balaustrada de la casa. Sobre la barandilla el padre ha dispuesto unos vasitos para los visitantes y se prepara para servirles el vino blanco que tiene en esa garrafa de vidrio como muestra de
Es una antigua tradición en Suiza, en las aldeas, recorrer las casas felicitando las fiestas y deseando un próspero año nuevo. El tiempo parece detenerse por instantes, son momentos entrañables que destilan el candor y la dulzura de la Navidad: en una noche fría, como esta, el Niño Jesús nacía en un portal. Entonces, frente tan humilde morada, fueron los ángeles los que acudieron a cantar “gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
Hans Bachmann (1852-1917) nació en Winikon, cantón de Lucerna (Suiza). En 1870 fue a Düsseldorf a la academia de arte, siendo alumno de Eduard von Gebhardt y Karl Hoff. En Düsseldorf, fue miembro de la asociación de artistas de Malkasten, donde se hizo amigo del pintor Aloys Fellmannen, también suizo. Bachmann tuvo que regresar a su tierra natal en 1882 para recuperarse con el aire de las montañas de una enfermedad pulmonar. En 1887 se casó, pero no tuvo hijos. Fue miembro de la “Asociación de Artistas de Zurich”, fundada en 1897 y posteriormente de la Comisión Federal de Arte. Su pintura de género costumbrista le otorgó reconocimiento internacional. Con “Villancicos en Lucerna” ganó la medalla de oro en la exposición convocada en el Crystal Palace de Londres con motivo del jubileo de la Reina Victoria.