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Vivir la inhabitación trinitaria

Es una realidad riquísima, que nos hace ser conscientes de la vida divina que existe en nuestro interior y que es capaz de transformarnos; la acción de la gracia en nuestro interior nos puede y debe ir llevando hacia la unión transformante de nosotros en Dios, de la que hablan los Padres de la Iglesia y los místicos.

Cristo mismo nos ha descubierto la inhabitación trinitaria en el alma, especialmente en varios versículos del capítulo 14 del Evangelio de San Juan: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23); “Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17); “el Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando lo que os he dicho” (Jn 14,26). Cabe sumar a estos textos la bellísima frase que Cristo dirige a la Iglesia de Laodicea en el Apocalipsis: “Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Podemos entenderla como una petición que nos hace para entrar en nuestra alma y morar con nosotros, compartiendo con nosotros toda su riqueza insondable de amor.

La carmelita descalza Santa Isabel de la Trinidad y la Beata Ítala Mela, oblata secular benedictina y profesora de universidad, vivieron intensamente esta realidad de la inhabitación trinitaria en el alma. Antes, muchos santos como San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús también la vivieron en profundidad y dejaron maravillosas enseñanzas escritas al respecto. Muy impactante fue la vivencia experimentada por San Agustín y que narra en sus Confesiones acerca del descubrimiento que hizo de Dios en el interior de sí mismo, cuando tanto había buscado por fuera esa “Belleza tan antigua y tan nueva”.

Descubrir y vivir la realidad de la inhabitación trinitaria en el alma es fuente inagotable de vida espiritual, de incremento de gracia y de ayuda para resistir y rechazar el pecado.

Lo primero, porque al descubrir que el Dios uno y trino, el Amor infinito y eterno, vive en nosotros mismos, podemos arraigarnos en Él con todo nuestro ser y todas nuestras fuerzas, podemos entablar un diálogo profundo e íntimo de amor con Él en todo momento, podemos sabernos en comunicación permanente con Él y ser conscientes de su presencia constante. Podemos sentirnos abrazados por el Amor divino y abrirnos a su acción omnipotente para que nos vaya transformando en Él mismo.

Lo segundo, porque la conciencia de esta realidad nos llevará a buscar el aumento de la gracia en los medios ordinarios por los que Dios nos la transmite: los sacramentos, la oración y las buenas obras. Acudiremos asiduamente al excelentísimo sacramento de la Eucaristía, que nos proporciona aumento de gracia al recibir al mismo Hijo de Dios encarnado en nuestra alma. Acudiremos asiduamente también al sacramento de la Reconciliación o Penitencia para purificarnos de nuestros pecados veniales, lavarnos de los pecados mortales si los hubiéramos cometido y progresar en la formación de una conciencia recta y delicada. Acudiremos también a los demás sacramentos en la medida y circunstancias en que podamos o debamos recibirlos para ser llenados de la gracia propia de ellos. Acudiremos con frecuencia y asiduidad a la oración y procuraremos vivir en un estado permanente de oración en todas nuestras actividades, sabiendo que en

ella se nos otorga también la gracia. Y nos esforzaremos en el ejercicio de la caridad y de las buenas obras, especialmente en el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia, los ejercicios de piedad y las obras de misericordia,

así corporales como espirituales.

En fin, la vivencia de la inhabitación trinitaria nos facilitará la lucha contra el pecado, sobre todo contra el pecado mortal, al ser conscientes de que por éste perdemos ese infinito tesoro para nuestra alma, arrojando a Dios de ella y no pudiendo recuperar su presencia y compañía íntima hasta que hayamos acudido al sacramento de la Penitencia,

si bien Él pudiera venir ya anticipadamente a nosotros en un acto de contrición profunda por el dolor del pecado o los pecados cometidos, pero aún no con la perfección con que lo hará tras la recepción adecuada del sacramento. También nos ayudará para luchar contra el pecado venial, ya que, si bien con éste no expulsamos a Dios de nuestra alma, la ensuciamos indebidamente con pequeñas faltas que, además, generan en nosotros el riesgo de relajarnos y acostumbrarnos al mal, aunque sea menor.