Santo Tomás de Aquino dice que los demonios se encuentran en dos lugares de pena: uno por razón de la culpa, que es el infierno, y otro en razón de la ejercitación humana, que es el caliginosus aer o la “atmósfera tenebrosa”, nuestra atmósfera. Hasta el día del Juicio Final, tanto los ángeles buenos como los demonios desarrollan su acción entre nosotros: los primeros, enviados por Dios para guiarnos y ayudarnos; los segundos, en cambio, nos someten a prueba. Cuando vienen a nosotros ahora, ni disminuye la gloria de los ángeles buenos, porque su lugar propio es el Cielo, ni se reduce tampoco la pena de los ángeles malos con respecto al infierno (S. Th. I, q. 64, a. 4 in c et ad 3).
Existe ciertamente una importantísima acción de las criaturas espirituales en nuestra vida, muchas veces sin que seamos conscientes de ello. Por lo que atañe a los demonios, principalmente la desarrollan de tres posibles maneras: la tentación, la obsesión y la posesión.
La tentación
El oficio propio del demonio es tentar: de hecho, en ocasiones se le denomina en la Biblia como “el tentador”. La caída de Adán y Eva es fruto de la tentación de Satanás, que logró seducirles para que desobedecieran a Dios (Gén 3). Incluso Jesús se sometió a sus tentaciones, aunque no podía pecar, para darnos ejemplo de resistencia en la prueba y de cómo vencer al diablo (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13). Son muchos los pasajes de la Sagrada Escritura donde se podría observar este tipo de acción diabólica sobre los hombres.
El demonio es el padre de la mentira y tiene un arte especial para seducir y engañar al hombre, valiéndose sobre todo de los otros dos enemigos del alma: el mundo y la carne. Sabe cómo excitar sus pasiones más bajas y suscitar en él la inclinación a los pecados capitales. Es hábil para manejar la psicología humana y sondear a cada persona, instigando al mal en puntos débiles de ella, seduciendo, induciendo al pecado… Como padre de la mentira, el demonio engaña al hombre: siempre le presenta la tentación de un modo atrayente, le propone un bien pasajero o falso, pero le oculta el daño y el dolor que luego le va a proporcionar su adquisición. Pone al hombre el señuelo, como un cazador a la presa o un pescador al pez. Y así será como, si el hombre cae en la tentación, logre apartarle de Dios y del camino de salvación que Dios desea para él.
Si se lee el pasaje del pecado original, se observan los pasos que normalmente se dan en la tentación. Primero, se acerca el tentador. Luego ofrece una insinuación al mal y hay un primer movimiento de duda y de rebeldía hacia Dios. Si el hombre se resiste de momento, entonces aumenta la insinuación e incluso ofrece abiertamente el pecado como algo atractivo. Puede ser que el hombre, auxiliado por la gracia, rechace de raíz la invitación al pecado: el ejemplo es Jesucristo en el desierto. O puede ser que actúe como los primeros padres en el Edén: que vacile y, con consentimiento libre y voluntario, acepte la tentación. Tras haber caído en ella, normalmente el hombre toma conciencia de su mala acción y surge de un modo natural en él un sentimiento de vergüenza y, si la conciencia es recta, también un movimiento pronto de arrepentimiento.
Frente a la tentación, se recomiendan varias actitudes. Por una parte, antes de la tentación: vigilancia y oración. Durante la tentación: resistencia directa (enfrentándose a ella de lleno, haciendo lo contrario de lo que el demonio procura) o indirecta (apartándose de ella). En fin, después de la tentación: si se ha vencido, se deben dar gracias a Dios; si se ha caído, debe surgir el arrepentimiento y la petición de perdón a Dios, confesando obligatoriamente el pecado si es mortal; y si se ha quedado con duda sobre si ha habido consentimiento o no, se deben evitar los escrúpulos, dejar que la conciencia hable con paz y tranquilidad y puede ser conveniente confesarlo como algo dudoso, pues el confesor tranquilizará al penitente y le absolverá si ha habido caída.
La tentación es el medio de acción más habitualmente usado por Satanás y sus demonios. Pero, aun siendo el más corriente y el menos llamativo, es sin embargo el más peligroso, pues por la tentación puede perder al alma y apartarla de Dios. Las defecciones de muchas vocaciones religiosas y sacerdotales tienen su origen en la tentación diabólica contra el valor de su propia vocación.