Fe y amor se abrazan sin divorcio posible. Este y no otro es el secreto de la fuerza de atracción que ejerce su predicación. “La fe sin el amor es vana. La fe con el amor es lo propio del cristiano. Creer en Dios es amarle; creyendo, remontarse hacia El; creyendo, adherirnos a El e incorporarnos a sus miembros”.
La época de Antonio marca el paso del románico al gótico. Son los nuevos vientos llegados de Francia. Se advierte un ansia de elevación y de esbeltez. La ojiva refleja la espiritualidad de la teología. Arcos apuntados, arbotantes y pilares, bóvedas de crucería con sus nervios firmes, junto con las vidrieras, son el símbolo de la teología que hallamos en los Sermones de Antonio. En ellos no desea otra cosa que elevar templos vivos a Dios, como racimo gótico de agujas vivientes en el cuerpo de la Iglesia. Como cimiento firme del edificio coloca la Escritura, sobre la que se alzan las piedras sillares de los fieles, edificados en la liturgia y en la sabiduría patrística. Las ojivas, vidrieras y agujas, que dan color y esbeltez al edificio son el amor de Dios, manifestado en Cristo y difundido en la Iglesia por el Espíritu Santo en la liturgia. Porque para Antonio Cristo es
siempre Cristo-Iglesia: “La uva es la humanidad de Cristo, prensada en el lagar de la cruz, y que hoy da a beber a los apóstoles”. “En el Jordán Cristo oyó para sí y para todos los bautizados: Este es mi querido Hijo”.
Agudeza e ingenio
Antonio ha sido un estudiante serio y apasionado, dotado de agudeza de ingenio y de una prodigiosa memoria. Ahora es un predicador docto y popular. Es el predicador santo, dotado del carisma de la palabra, que alcanza las fibras más escondidas de los oyentes: “Su modo de comportarse, humanamente desarmado y desarmante, con su lenguaje libre y firme, tan humano y tan penetrante, le hacen el predicador escuchado con afecto y con temor. No afirma nada que no esté en la palabra de Dios o que brote de ella como agua de la fuente. Apasionadamente se sumerge con la palabra, de doble filo, en la realidad viva de los problemas más urgentes y vitales, de los vicios, que desenmascara sin tapujos. Se siente un enviado de Dios y habla con su autoridad, con la parresía de San Pablo”.
Para Antonio, Cristo es la fuente de la gracia, que se comunica a los hombres, distribuyendo carismas personales, con los que cada persona realiza su vocación. Al hombre se le pide la disponibilidad para acoger estos dones y fidelidad al designio de Dios sobre cada uno. Ciertamente, la predicación de Antonio, sin perder el espíritu franciscano de la sencillez, no se limita a exponer simplemente “el vicio y las virtudes, la pena y la gloria con brevedad de sermón”, como dice la regla de San Francisco, sino que se amolda a las necesidades de la época y a las exigencias del público, sobre todo cuando se dirige a los herejes. Antonio, sin pretensiones de sabio, cita toda la Biblia y se apoya en los Santos Padres y hasta recurre a los escritos de autores paganos para ilustrar la verdad y refutar el error.
Contenido doctrinal
De su intensa actividad como predicador no nos queda nada. De aquellas predicaciones, que tocan el corazón de las gentes, que no se cansan de escucharlo, que les mueve a conversión, no tenemos más que el pálido reflejo, el contenido doctrinal, en los sermones escritos. Con el oído atento nos acercamos a estos escritos para descubrir el eco escondido de su palabra viva y elocuente. Siempre es un don para nosotros escuchar al doctor evangélico, al maestro o, más bien, al apóstol, al santo. Ciertamente, a un escrito le falta siempre la elocuencia de los gestos, el tono de la voz, los comentarios, que actualizan la palabra, aplicándola a las circunstancias concretas de los oyentes. Pero ya en los Sermones escritos se advierte el sentido práctico de Antonio, su ingenio, su sentido del humor, su forma gráfica de presentar las ideas hasta hacerlas casi tangibles a través de las imágenes, alegorías y comparaciones que usa y comenta.
Sus escritos
Como Ministro Provincial del norte de Italia, Antonio llega a Padua a fines del 1227. Después de haberse consumado en la cátedra y en el púlpito, en los confesionarios y en las celdas conventuales, se entrega a escribir los Sermones para los domingos del año. Algo más de un año tarda en redactar el primero, debido a las muchas interrupciones, que le impone su cargo de Ministro General. Pero en el Capítulo de 1230, cuando es inaugurada la catedral de Asís, pide y le es concedido dejar el cargo. Desea dedicarse a la que es su vocación: la predicación. (...) Dejado, pues, el cargo, vuelve a Padua y se dedica de lleno a las confesiones, al estudio y a la predicación. Pero, desde Roma, el Cardenal Rainaldo dei Conti, más tarde Papa Alejandro IV, le pide que escriba los Sermones para las fiestas de los santos. Tomando, de nuevo, papel y pluma, escribe en latín más de mil páginas.
Extraido del artículo “San Antonio de
Padua, Arca del testamento” del Rvdo.
P. Emiliano Jiménez Hernández (1941 -2007).