El capítulo provincial, que tuvo lugar en Arles, a finales del verano de 1226, llevó Antonio a Provenza. Su reputación como orador y taumaturgo le había precedido. Los hermanos lo acogieron con alegría y le pidieron insistentemente que les dirigiese una alocución. El Santo accedió a ese deseo; el día 14 de septiembre, les habló sobre la Santa Cruz, cuya gloriosa exaltación festejaba la Iglesia en ese día. Escogió como texto de su discurso el letrero que Pilatos hizo clavar en la Cruz del Salvador: “Jesús Nazarenus, Rex Judaeorum”. Mientras desarrollaba el tema, San Francisco, aún vivo en Asís, apareció en la sala capitular. El bienaventurado fundador parecía posarse sobre la asamblea. Asistió algunos instantes con agrado a las palabras del ardiente predicador, digno hijo de su alma; después, con la mano sangrante de los estigmas de Cristo, bendijo a sus hijos y desapareció. El auditorio, subyugado por la elocuencia de Antonio, no se dio cuenta del extraño fenómeno; solamente un religioso, llamado Monaldo, levantó los ojos y fue testimonio del prodigio. Este hecho es relatado por Tomás de Celano y San Buenaventura.
De Provenza Antonio vuelve a Italia, en donde pasó los cinco últimos años de su corta existencia. Probablemente, se hizo a la mar en Marsella y desembarcó en Sicilia. Pasó poco tiempo allí; pero dejó recuerdos profundos que los siglos no han apagado.
La falta de documentos nos impide, por desgracia, seguir todos los pasos de nuestro Santo en sus digresiones apostólicas. Los primeros biógrafos estaban tan impresionados con sus milagros, que insistieron sobretodo en hablar de los hechos maravillosos de su vida; dejaron en la sombra acontecimientos menos brillantes, pero cuyo relato nos interesaría muchísimo. Antonio fue a Roma bajo el pontificado de Gregorio IX. El ilustre pontífice, que otrora había sido el protector y consejero de Francisco, mostró paternal interés por el discípulo de su santo amigo. Rápidamente discernió los dones excepcionales que poseía y le mandó predicar a los cardenales reunidos en consistorio. La eminente asamblea admiró la piedad, la elocuencia y la amplia erudición del orador. El Papa le dedicó los mayores elogios. Alabando su conocimiento de las Escrituras, que sabía de memoria, Gregorio IX llamó al humilde religioso “Arca del Testamento”.
No fue este el único ministerio que Antonio desempeñó en la Ciudad Eterna: pronunció diversos sermones; tal vez hasta haya predicado una estación cuaresmal completa. Los numerosos peregrinos que estaban en Roma para asistir a las grandes ceremonias de la Semana Santa, se aglomeraban para oír sus palabras. Conociendo mal la lengua italiana, ignorándola incluso, muchos de ellos se proponían simplemente ver al Santo, del que habían oído contar tantos prodigios. Dios renovó a favor de ellos el milagro de Pentecostés: mientras Antonio hablaba, cada uno de los extranjeros lo escuchaba en su propio idioma nacional.
Algunos años más tarde, el Soberano Pontífice hizo alusión solemne a los hechos que acabo de relatar. Después de canonizar a Antonio en la catedral de Espoleto, el 30 de mayo de 1232, dirigió una carta encíclica a los obispos del mundo entero. “Comprobamos otrora por Nos mismo –escribía Gregorio IX– la santidad de su vida y las maravillas de su ministerio, porque él lo ejerció durante algún tiempo del modo más loable bajo nuestros propios ojos”. _
(Extraido del libro San Antonio de Padua.
P. Thomas de Saint-Laurent. Editado
por El Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)