En su vida interior de nuestro Santo es donde hay que buscar el secreto de sus éxitos apostólicos. Para ejercer sobre las almas una influencia benéfica no basta tener talento o trabajar de modo extenuante: causas puramente naturales no pueden producir efectos sobrenaturales. Los grandes apóstoles son siempre grandes contemplativos; extraen de la unión con Cristo la sabia divina que fecunda su acción. San Antonio no constituyó excepción a esta regla: fue hasta el más alto grado un hombre de oración.
Practicó en el transcurso de toda su existencia el precepto del Señor: “Debe rezarse siempre”.
Durante los años tan ocupados de su apostolado, cuando el púlpito y el confesionario parecí anarrebatarle todos los minutos, encuentra siempre un medio de actuar en espíritu de oración. Habla, dirige conciencias, actúa bajo la mirada de Dios, en presencia de Dios, en unión con Dios. Todos los días reserva algunas horas para la oración silenciosa y recogida. Según el método de San Francisco de Asís, organiza, entre las diferentes series de predicaciones, retiros solitarios en donde renueva las fuerzas en una contemplación más profunda.
Visitas celestiales
¿Qué alegrías saboreaba en sus coloquios con Dios? Su alma, como la de los grandes místicos, se perdía en los abismos de los éxtasis.
Sabía perfectamente que, como dice la Escritura, se debe guardar el secreto de las predilecciones divinas; con raras excepciones, no hizo confidencias sobre su vida interior. Lo poco que conocemos sobre este punto nos permite, aún, comprender en cierta medida lo que fue su oración. Antonio se elevó hasta las cumbres de la contemplación pasiva; es imposible dudar de esto. ¡Cuándo se ha visto un alma, siendo además muy enérgica, pasar cinco o seis horas consecutivas en el ejercicio laborioso de la meditación discursiva y concentrarse en ella al punto de perder la consciencia del mundo exterior! Nuestro Santo consagraba días enteros a la oración; se absorbía completamente en la oración. Cuando al atardecer abandonaba su gruta de Montepaulo, desfallecía; parecía llegar de una región lejana y misteriosa. ¿Estos pormenores tan sugerentes no parecen indicar gracias místicas muy profundas?
Por otro lado, él mismo confiesa que recibió visitas celestes en diversas ocasiones. Nuestra Señora se le apareció, por ejemplo, en la víspera de un 15 de agosto cuando se encontraba en el sur de Francia. Ella se dignó confirmarle la realidad de la Asunción, glorioso privilegio por el cual tenía particular devoción y que ciertos escritores ponían en duda.
Auxilio de la Virgen
La Virgen Inmaculada socorrió aún por medio de intervenciones visibles a su fiel siervo. Por dos veces, en Brive y en Padua, el demonio asaltó al ardoroso predicador que le arrancaba tantas víctimas. Antonio lanzó a María un grito de súplica; recitó el himno: “Oh gloriosa Domina”, que tanto le gustaba repetir. La Reina del Cielo se le apareció en medio de una claridad deslumbrante y puso en fuga al espíritu maligno.
Visita del Niño Jesús
El Salvador también visitó a nuestro Santo. Según una antigua tradición, su amigo y protector, el conde Tirso, se proponía observar atentamente la conducta del religioso, cuya reputación le maravillaba. Caída la noche espió, con indiscreta curiosidad, lo que su huésped hacía en el cuarto. Fue así testimonio de un gracioso prodigio: el Niño Jesús reposaba en los brazos de Antonio que lo colmaba de respetuosas caricias. La crítica actual no osa atribuir a este relato un carácter histórico. Sin embargo, sí reconoce que Nuestro Señor se le apareció durante la agonía. Jesús glorioso y sonriente vino a dar fuerzas a su apóstol durante el definitivo combate y suavizar con su presencia la angustia del terrible paso.
Antonio siguió la vida privilegiada de la contemplación; fue en la oración continua y profunda en donde su corazón se inflamó de amor. Mientras San Antonio agonizaba en Padua, en el pequeño convento de Arcella, a donde le habían llevado apresuradamente, su rostro se iluminó; en sus labios se diseñó una sonrisa: parecía contemplar un espectáculo celeste. Los religiosos que presenciaban esta transfiguración radiante interrogaron al moribuno.
–Veo –respondió– al Señor Jesús que me llama.
¡Veo al Señor! Palabra de triunfo que puede servir de epígrafe a la historia de nuestro héroe. Durante toda la vida Antonio no perdió de vista a Cristo, su adorado maestro. Fijaba en Él por la fe, en la oración, la mirada sencilla de la contemplación; en sus trabajos su única meta era Él. Ahora lo veía refulgente de gloria convidándole a entrar en su reino y amarlo para siempre en la visión cara a cara de la eternidad.
Ver a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios, he ahí el método sublime seguido por los santos.
(Extraído del libro San Antonio de Padua.
P. Thomas de Saint-Laurent.
Editado por El Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.