Si grandes son la dignidad, las riquezas y las exigencias de la Maternidad divina, también lo son sus consecuencias, y la primera de ellas es que se trata de una Maternidad virginal: María es, ciertamente, Virgen sin mancha en su divina Maternidad.
El Venerable Pío XII señaló que el misterio de esta Maternidad virginal se resume en que “fue a una mujer a quien el poder del Altísimo cubrió con su sombra, de quien la segunda persona de la Trinidad tomó su carne y su sangre sin la colaboración del hombre” (Alocución a la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas, 29-IX-1957).
La Maternidad divina y virginal de María es, por otra parte, la razón de ser de la ternura casi infinita de su Corazón Inmaculado; compasión casi infinita en virtud de la consanguinidad con Dios como Madre suya, de acuerdo con la doctrina de San Bernardo y de Santo Tomás de Aquino.
Asimismo, es también el motivo que explica la incorruptibilidad corporal de María y su Asunción a los cielos, como lo han expuesto varios de los grandes teólogos de la historia de la Iglesia, entre ellos San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio, además de otros anteriores como San Juan Damasceno y San Buenaventura. El Damasceno, ciertamente, consideraba la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de sus otros privilegios suyos y exclamaba: “Era necesario que aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad, conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte (Encomium in Dormitionem Beatae Virginis Mariae, hom. II, 14)”. Por su parte, San Buenaventura sostenía que, “del mismo modo que Dios preservó a María Santísima de la violación del pudor y de la integridad virginal en la concepción y en el parto, así no permitió que su cuerpo se deshiciese en podredumbre y ceniza” (Serm. V de Nativitate B.V.M.).
Asimismo, la Liturgia testimonia la fe de la Iglesia en que tal glorificación corporal de Nuestra Señora era una consecuencia derivada de su Maternidad divina y virginal. Ciertamente, como recordó Pío XII al definir el dogma de la Asunción: “En los libros litúrgicos que contienen la fiesta, bien sea de la Dormición, bien de la Asunción de la Virgen María, se tienen expresiones en cierto modo concordantes al decir que cuando la Virgen Madre de Dios pasó de este destierro, a su sagrado cuerpo, por disposición de la divina Providencia, le ocurrieron cosas correspondientes a su dignidad de Madre del Verbo encarnado y a los otros privilegios que se le habían concedido” (Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, 1-XI-1950).
Además, la Maternidad divina es la causa de la gloria espiritual de María, a la que se venera de un modo preeminente (hiperdulía) entre los santos y los ángeles del Cielo, por la misión recibida del Señor como Madre de Dios, por ser la “llena de gracia”, la Madre del Verbo encarnado, a cuyos misterios se ha unido íntimamente y le ha seguido a cada paso. También es la razón de su Realeza, según el mismo papa Pío XII lo asevera con claridad en su encíclica Ad Coeli Reginam (11-X-1954) sobre la Realeza mariana: “El fundamento principal, documentado por la Tradición y la sagrada Liturgia, en que se apoya la Realeza de María es indudablemente su Maternidad. Ya que se lee en la Sagrada Escritura del Hijo que una Virgen concebirá: «Hijo del Altísimo será llamado y a Él le dará el Señor Dios la sede de David, su padre, y en la casa de Jacob reinará eternamente, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33); y con esto María llámase Mater Domini (Lc 1,43), de donde fácilmente se deduce que Ella es también Reina, pues engendró un Hijo, que en el mismo momento de su concepción, en virtud de la unión hipostática de la humana naturaleza con el Verbo, era Rey, aun como hombre, y Señor de todas las cosas”.
Por su Maternidad divina, María fue asociada al Redentor para participar estrechamente unida a Él en su obra salvadora. Y si esto ha sucedido así, es porque Dios dispuso que, por medio de la Virgen María, su Hijo asumiera la naturaleza humana y se inscribiera en la raza de los hijos de Adán. Ella es, pues, el vínculo que sirvió de nexo de unión entre Dios y la raza de Adán. Y por todos estos motivos, como Madre del Redentor y Socia de Él en su obra redentora, posee un derecho maternal de dispensar los méritos de Cristo. En palabras del mencionado Pío XII: “Si en verdad el Verbo obra los milagros e infunde la gracia por medio de la humanidad que tomó, si se sirve de los sacramentos y de sus santos como instrumentos para la salvación de las almas, ¿por qué no puede servirse de los oficios y de la acción de su Madre Santísima en la distribución de los frutos de la Redención?” (Ad Coeli Reginam, 11-X-1954).