La santidad de María no atañe únicamente a su alma y a sus virtudes morales, ni a su belleza y excelsitud espiritual, ni a su gloria celestial en este plano, sino que también influye sobre su cuerpo y reclama la Asunción, como culminación de la glorificación de éste mismo. Para San Germán de Constantinopla, la incorrupción y la Asunción al Cielo del cuerpo de la Madre de Dios responden tanto a su divina Maternidad como a la especial santidad de su mismo cuerpo virginal, porque éste es todo santo, todo casto, todo morada de Dios.
Otra consecuencia importante de la santidad de María, según el venerable Pío XII, es que exalta a la mujer, alzándola de la particular degradación en que estaba inmersa, para llamarla a ser la fuerza latente que diese a la civilización una vitalidad renovada; y además, la santidad de María también influye positivamente en toda la Iglesia. En fin, hay que añadir que la santidad perfecta de María es a la vez libertad perfecta e inmunidad de todo lo que inclina al vicio, sin que sean dos realidades que se excluyan mutuamente: María fue la más libre de todos, porque fue la más santa.
Santidad original y desarrollo progresivo.
La Inmaculada Concepción supone en María la plenitud de la gracia divina desde el primer instante de su ser, haciéndole reflejar en su pura belleza la infinita santidad de Dios, de tal manera que en Ella existe una santidad original. Se trata de una gracia superabundante, mayor que la de todos los ángeles y la de todos los santos, que le confiere, como decía el Beato Pío IX, tal plenitud de inocencia y santidad cual no se puede concebir más grande después de Dios, y que fuera de Dios, nadie podrá jamás comprender.
Por lo tanto, al ser una santidad original y una plenitud de gracia igualmente original, es asimismo una bendición singular, opuesta a la maldición de Eva, según lo entendieron los doctores escolásticos. A partir de esa santidad original concedida por Dios como un privilegio especial, la santidad de María muestra un desarrollo progresivo en las fases de su vida, de las que en primer lugar hay que resaltar el momento de la Anunciación y Encarnación: el fiat con que respondió al Arcángel San Gabriel transformó esa su vida de santidad, al convertirla en Madre de Dios y quedar unida íntimamente a su Hijo y a sus misterios, así como por la fidelidad en sus obligaciones.
La Santísima Virgen ha recibido de su Hijo todos los bienes, una incomparable riqueza de excelsos dones que superan a los de cualquier otra criatura, desde el mismo día de su Concepción Inmaculada hasta su Coronación en el Cielo como Reina del Universo. Son singularísimos privilegios de gracia por encima de toda otra criatura, que la hacen sobresalir con toda clase de virtudes, así como por la infinita riqueza y la bondad sin límites que la caracterizan. El saludo del Ángel como “la llena de gracia” define bien a María, porque es algo que pertenece a su ser: Ella es “la llena de gracia”, y eso implica que está siempre llena de gracia. María es, después de Cristo, el máximum de santidad y de gracia.
Razones y consecuencias de esta plenitud de gracia.
La condición de Madre de Dios exigía esta plenitud de gracia divina y la inmunidad de cualquier pecado en el alma; requería la dignidad y santidad más grandes después de la del mismo Cristo, el Hijo de Dios que María iba a concebir.
En cuanto a las consecuencias que conlleva, el venerable Pío XII señala que implica la Asunción, según lo comprendieron los doctores escolásticos (Const. Ap. Munificentissimus Deus, 1-XI-1950, n. 11). Asimismo, había de llevar a María a gozar de una gloria mucho mayor que la de los ángeles y los santos.
Otro aspecto de gran importancia, en parte causa y en parte consecuencia, es la unión íntima que María adquiriría con su propio Hijo divino y con toda la Trinidad. Por esta santidad, llegó a ser la criatura más próxima a Dios en la intimidad y el secreto de su corazón, consintiendo ininterrumpidamente a todos los misterios de salvación que se obraban en Ella, con una conformidad absoluta y gozosa con la Voluntad de Dios. Eso fue lo que le condujo también a una estrecha participación en la obra redentora de Cristo. Asimismo, llena más que nadie del Espíritu de Jesucristo, su Corazón es el símbolo de toda una vida interior perfecta y colmada de virtudes, como la más maravillosa de las criaturas y el espejo más brillante de las perfecciones divinas.