En ella, portada a hombros por sus Chamberlanes, el Sumo Pontífice: Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Siervo de los Siervos de Dios.
A ambos lados realzando su majestad, podemos ver los famosos “flabelli”, esa especie de gran abanico de plumas de avestruz, que recuerda la pompa egipcia. Al pie de la silla gestatoria, cuatro oficiales de la Guardia Noble (hoy desaparecida, al igual que la Guardia Palatina y la Gendarmería Pontifícia).
Al fondo, no lo vemos, se hiergue el Altar de la Confesión con sus elegantes columnas y su espléndido dosel. Y detrás, la “Gloria” de Bernini. Los recursos naturales de la piedra, usados con maestría en las enormes columnas de marmol que conforman la nave central de la Basílica, marcan aún más el brillo de la ceremonia.
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¿Habrá alguna contradicción entre el refinamiento y esplendor que se destila en el ceremonial de la Iglesia y las enseñanzas del Divino Maestro en relación al cuidado de los pobres y necesitados?
Es lo que algunos se apresurarían a afirmar. ¿Se puede amar al mismo tiempo la riqueza y la
pobreza, la sencillez y la pompa, la ostentación y el recogimiento? ¿Se puede alabar el abandono de todas las cosas de la tierra y la reunión de todas ellas para hacer brillar los más altos valores terrenos?
La cuestión resulta muy actual, una vez que Benedicto XVI se muestra tan inclinado a restaurar diversas costumbres milenares, e incluso la Misa Tradicional en latín.
No, entre un orden de valores y otro, no existe contradicción alguna. Donde la hay es en la mente de los espíritus igualitarios. Por el contrario, la Iglesia se muestra santa, precisamente porque con igual perfección, con la misma sobrenatural genialidad, sabe organizar y estimular la práctica de las virtudes que resplandecen en la vida apartada y de pobreza de los monjes, y las que refulgen en el ceremonial sublime del Papado.
Es más: una cosa se equilibra con la otra.
Dios quiere que a través de las criaturas lleguemos a Él. Así, cumple que la cultura y el arte, inspiradas por la Fe, pongan en evidencia las bellezas de la creación irracional y los esplendores del talento y la virtud del alma humana. Es lo que se llama cultura y civilización cristiana. Con ello, los hombres se forman en la verdad y la belleza, en el amor de la sublimidad, de la jerarquía y del orden que el universo refleja de la perfección de quien lo creó.
Sin embargo, por otro lado, las criaturas son contingentes, pasajeras. Sólo Dios es absoluto y eterno. Por eso, en las ceremonias de canonización de los pontífices, en cierto momento un monje interrumpía el acto mostrando unas ramas de lino ardiendo y cuando se habían consumido exclamaba: “Sancte Pater, sic transit gloria mundi” (Santo Padre, así pasa la gloria del mundo) recordando al Papa que no dejaba de ser un mortal.