Se sabe lo importante que es conocer el entorno afectivo en el que una persona ha crecido para entender mejor el modo que tenemos de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás.
En una radio local en la que hablo sobre la educación de los hijos, me hacían la siguiente pregunta: ¿cómo resumiría la tarea de un padre y de una madre en la educación de los hijos? Y respondía, el hombre y la mujer tienen formas distintas de ver y valorar a las personas y es importante saber que, estas formas, no son mejor ni peor. Son diferentes y se complementan permitiendo cerrar el círculo de las necesidades que tiene una hija, un hijo.
Los primeros años de vida son un viaje del regazo de la madre al abrazo del padre. La madre tiende más a proteger y nutrir, mientras que el padre más a conectarnos con el mundo. La madre se centra más en la afectividad y el padre más en la efectividad. Y son las hijas y los hijos, los que se benefician de esta dispar aportación. Por eso, la falta de una de las figuras en la educación siempre supone una laguna.
Estudios psicológicos actuales señalan lo siguiente:
Las hijas y los hijos que no reciben el influjo positivo de su padre son más proclives a presentar problemas de personalidad y de baja autoestima.
Su control de los impulsos y la tolerancia a la frustración suele ser bajo.
En la adolescencia son temerosos, influenciables y se preocupan excesivamente de querer agradar y caer bien al grupo.
Presentan una tendencia mayor a la vulnerabilidad y a padecer cuadros de ansiedad y estrés.
Necesitan, constantemente, la aprobación y valoración externa.
Son más proclives a las adicciones de cualquier tipo, entendiendo que detrás de cada adicción hay una carencia, un vacío, una ausencia…
Termino con la siguiente reflexión: hijas e hijos aceptan bien que su padre trabaje mucho, pero les cuesta mucho entender que ese momento del final de la jornada o los fines de semana… no haya tiempo para vivirlo juntos.