El rey Rigoberto era sumamente poderoso, pues sus dominios se extendían desde las montañas hasta el mar. Su reino era próspero y entre sus súbditos existía una gran armonía. Todos los problemas que surgían de las relaciones entre sus habitantes los resolvía el obispo del lugar, Mons. Edmundo, en la catedral. Éste, hombre sabio y santo, usaba únicamente los Diez Mandamientos como argumento de juicio. Así se sabía quién tenía verdaderamente razón en las situaciones conflictivas y todo volvía a la calma.
Las Misas de todos los domingos eran muy concurridas. Tras la homilía del prelado las filas de los confesionarios se llenaban y los sacerdotes coadjutores eran testigos de la inmensa virtud y buena voluntad de aquella población tan piadosa.
A pesar de todo esto, el rey no era muy dado a la Religión. Siempre iba a Misa, claro. Incluso tenía un trono en el presbiterio. Pero no hacía más que eso…
A diferencia de sus vasallos y de la reina, no rezaba nada y era bastante orgulloso. En las reuniones del Consejo Real manifestaba enorme ambición, queriendo aumentar más y más sus ingresos y bienestar particular, no quedándose nunca plenamente satisfecho con los resultados. Ni siquiera el hecho de no tener enemigos contra los que luchar y su pueblo ser gente de paz lo hacía feliz.
Una despejada mañana de primavera, el monarca se levantó decidido a explorar su vasto territorio para verlo con sus propios ojos y analizar si podría hacer algo para aumentar sus beneficios personales. Ordenó que colocaran los arreos al mejor corcel de sus caballerizas, vistió su fino traje de montar aterciopelado, se calzó sus lustrosas botas de pellica con espuelas de oro y se adornó con su más hermosa capa, preparándose para una larga cabalgada. Acompañado por sus pajes y por el canciller real, salió del palacio a galope.
Las flores, que estaban en su pleno vigor, coloreaban los jardines. El trigo doraba los campos, las uvas perfumaban las viñas, los molinos giraban con la fuerza del viento triturando los granos para conseguir una harina muy fina, y los rebaños de vacas, cabras y ovejas pastaban mansos en los extensos y verdes campos de su propiedad.
El soberano se iba animando al ir viendo la belleza y grandiosidad de sus posesiones. Sin embargo, algo le tenía intrigado. ¿Cuánto ganaría esa gente curtida y sana para trabajar tan contenta? Él, que tanto poseía, no tenía tal felicidad… Se acercó al molinero y le preguntó:
– Buenos días, señor molinero.
Sorprendido por la inesperada visita real, limpiándose las manos en el delantal y quitándose el gorro, con respeto le respondió:
– Buenos días, Majestad. ¿A qué debo el honor de vuestra presencia?
– Estoy visitando mi vasto y próspero reino. Dígame una cosa: ¿cuánto gana un molinero por trabajar en mi molino?
– Oh Majestad, gano 50 monedas reales y una casita, donde me alojo con mi familia. No es mucho, pero vivimos bien, gracias a Dios.
El rey se despidió y espoleó a su caballo mientras pensaba: “¿Cómo puede vivir alguien feliz con tan sólo 50 monedas? Eso no alcanza para nada”.
Acercándose a unos cargados parrales, vio a varios viñadores en plena faena: algunos cogían uvas, otros trabajaban en el lagar. A la llegada de tan noble personaje, todos se quitaban su sombrero de ala ancha, haciendo una reverencia. Llamó al capataz y le dijo:
– Buenos días, joven.
– Buenos días, Majestad –respondió el muchacho, lleno de veneración. ¿Qué aires han traído a tan augusta persona a este lugar?
– Estoy inspeccionando mis dominios. Dime una cosa: ¿cuánto ganan tus subalternos por trabajar en mi viña?
– Cada uno, Majestad, gana 60 monedas reales, más una gratificación por horas extras en tiempo de vendimia, además de la manutención de sus familias. No es demasiado, pero vivimos con cierta holgura y le agradecemos a Dios que no nos falta el trabajo.
Al ver la fisonomía sonriente de todos ellos el monarca se despidió aún más intrigado: “¿Ganan tan poco y aún dan gracias a Dios? ¿Cómo puede ser eso?”.
Al mediodía llegó a un amplio campo donde pastaba un sereno rebaño de ovejas. Encontró al pastor con las manos juntas y mirando a lo alto rezando el Ángelus. Al terminar la oración, tras una solemne señal de la cruz, se volvió hacia el rey y, haciendo una inclinación profunda, se quitó un sombrerito de fieltro diciendo con una franca y sincera sonrisa:
– Majestad, qué sorpresa.
– Buenos días, señor pastor. Estoy recorriendo mis propiedades. Dígame una cosa: ¿Cuánto gana un pastor por cuidar de mi rebaño?
Mirando fijamente al soberano, le respondió con firmeza:
– Un pastor en vuestros campos, Majestad, gana lo mismo que el rey.
Se llevó un sobresalto y le reprendió diciendo:
– ¿Cómo se atreve a decir eso? Un pastor no puede ganar mucho más que un molinero o un viñador, y éstos no llegan ni de lejos a los lucros del rey. ¿Sabe usted cuánto gana un rey?
– Mire, Majestad. Con mi trabajo y mi vida lo que gano es el Cielo o el infierno, dependiendo de mi conducta. Su Majestad no puede ganar ni más ni menos…
Ante semejante respuesta el monarca cayó en sí y entendió que en esta vida sólo tenía valor lo que nos prepara para la otra… Es más importante acumular tesoros en el Cielo. Era lo que su pueblo hacía, razón de tan auténtica alegría.
Al regresar a su palacio, el rey desmontó de su caballo y se dirigió a pie hasta la catedral, a fin de buscar al santo obispo, pues quería hacer una buena Confesión y volver a la vida de piedad, abandonada hacía mucho tiempo. Ahora deseaba atesorar riquezas en el Cielo y ser feliz. Los buenos ejemplos que vino a dar desde entonces no sólo le trajeron provecho para sí mismo, sino más gracias y prosperidad para el pueblo y el reino.