Pío XI confió desde el principio en la eficacia de la intercesión mariana en pro de las diversas necesidades personales, de las diferentes facetas de la vida del hombre y de la situación sociopolítica de cada nación y del universo entero; estaba seguro del papel de María como Abogada de los hombres ante Dios, tanto en el orden sobrenatural como en las rectas peticiones que se le hicieran referentes a lo temporal.
Por eso, en varios de sus documentos encontramos expuesta una doctrina sobre la dimensión social de la Realeza mariana. No la presenta de manera sistemática como sí lo hace en el caso de la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo: en efecto, sería su sucesor Pío XII quien dedicara ya expresamente una encíclica a la Realeza mariana y a su dimensión social, aspectos sobre los cuales también incidiría en otros textos más. Pero en el caso de Pío XI hallamos no pocos paralelismos entre su exposición de la Realeza de Cristo y las referencias a la de María Santísima.
Desde luego, la Maternidad divina es el fundamento de la Realeza de la Virgen, al igual que el de todos sus privilegios, y su Maternidad espiritual sobre los hombres es la razón sobre la que se asienta la dimensión social de dicha Realeza. Ésta es propiamente de orden espiritual y sobrenatural, pero tiene, en efecto, una proyección sobre las realidades temporales, no sólo en la faceta personal de cada hombre, sino también en la social. María no ha dejado de velar a lo largo de los siglos sobre la Iglesia, procurando su protección frente a los peligros que la han venido acechando desde el exterior y desde el interior; ha sido la protectora de la Cristiandad incluso en no pocas batallas militares y ha de ser invocada especialmente para que se detenga o se aminore el proceso de descristianización de la civilización, creciente ya en tiempos de Pío XI, por impulso del laicismo en diversas vertientes. A María se recurre también como Reina y Patrona de las Patrias del mundo, como Reina de la familia (y la familia es la célula básica de la sociedad), y como modelo en el que es posible fijarse para desarrollar las virtudes que garanticen la justicia y la caridad en el orden de lo social y laboral.
En fin, hoy los católicos tenemos con frecuencia la tentación de querer agradar al mundo que nos rodea, a una sociedad que ha optado por una «apostasía silenciosa», según dijera San Juan Pablo II (Ecclesia in Europa, n. 9). Nos asusta sin duda el laicismo combativo, pero no pocas veces sucumbimos a su acometida procurando ciertas fórmulas conciliatorias que en realidad nos sitúan en una posición de mayor debilidad e inseguridad por la confusión doctrinal que conllevan. En mi pobre opinión, creo que es mucho más adecuado descubrir qué es lo que dijeron los Papas de tiempos aún bastante recientes a nosotros, quienes en medio de un mundo que se apartaba de Dios a pasos a veces agigantados, no dudaron en afirmar la soberanía de Jesucristo sobre todas las realidades y en recurrir a María, cuya Realeza admiraron no sólo en la dimensión sobrenatural, sino también en su extensión sobre la vida social del ser humano.