El edificio que albergaba el convento situado en las montañas era imponente y grandioso, más se parecía a un castillo de Dios. Y esto no obstaculizaba en nada el espíritu de pobreza de las virtuosas monjas que vivían allí. Al contrario, recogidas y totalmente dedicadas a la oración, en la más perfecta observancia a la regla de su Orden, el panorama y el ambiente les ayudaba a acercarse al Creador, para quien vivían, porque sabían que todo concurría para su gloria.
Trabajaban la tierra, comían de lo que cultivaban y vendían dulces elaborados con las frutas que les daba su generoso pomar. Eran famosas las manzanas del convento. Toda la gente de la comarca comentaba que nunca se había visto otras más hermosas y sabrosas.
En los alrededores vivía Eduardo con su abuelo, a quien ayudaba en su ebanistería. El muchacho soñaba con las manzanas de las religiosas… Siempre que podía se escabullía con su perrito Faru para jugar cerca del muro del convento e intentaba descubrir por donde andaba el huerto. Tenía la esperanza de encontrar alguna fruta tirada en el suelo.
Ya había hecho la Primera Comunión y sabía muy bien que no podía coger nada ajeno. Pero, claro, si la manzana estuviese fuera del muro ya no tendría dueño… El perro olisqueaba por todas partes, el niño buscaba y buscaba, y nunca encontraba nada.
Una tarde, no obstante, mientras curioseaban por los alrededores del convento, se abrió lentamente su inmensa puerta de madera.
– Faru –le dice Eduardo a su perrito– , ¿se habrán enfadado con nosotros por estar aquí?
Asustado, miraba a esa puerta tan grande y desgastada por el tiempo, a la espera de lo que sucedería. Entonces apareció la hermana portera, ya de cierta edad y con fisonomía bondadosa:
– Buenos días, pequeño. ¿Cómo te llamas?
– Buenos días, madre - le respondió. Mi nombre es Eduardo. Y usted, ¿Cómo se llama?
– Hermana María de Jesús. Siempre te veo jugando por aquí con tu perrito. ¿Vives cerca?
– ¡Guau, guau, guau!, – ladraba Faru, meneando su cola amistosamente al percibir que le habían mencionado.
– ¡Quieto, Faru! - le regañó el niño. Y dirigiéndose a la religiosa continuó:
– Sí, vivo aquí cerca con mi abuelo, que es ebanista.
– ¿Ebanista? Hace tiempo que andábamos buscando uno, para que nos arreglase varios muebles de las salas y del comedor. ¿Tu abuelo podría hacerlo? Si es posible, pediremos las debidas autorizaciones al obispo para que pueda entrar en nuestra clausura y trabajar.
– Voy a hablar con él. Creo que podrá, sí. Pero yo quisiera entrar también, pues soy su principal ayudante…
– No hay ningún problema, pediremos la autorización también para un muchacho más –dijo la religiosa.
El niño se despidió de su nueva amiga y bajó la ladera, disparado, para contarle a su abuelo la gran novedad. Tendrían un trabajo buenísimo y realizaría su gran sueño: entrar en el convento y conocer las manzanas tan famosas…
– ¡Abuelo, abuelo! Escucha lo que me ha pasado… Y se lo contó todo.
El buen hombre aceptó la propuesta, porque necesitaban de verdad nuevos trabajos. Los últimos encargos estaban casi terminados y estaba quedándose preocupado con su supervivencia y la de su nieto, si no aparecía algo. Eran tiempos de escasez.
Algunas semanas más tarde llegaron las autorizaciones del prelado. Eduardo y su abuelo se dirigieron al convento para empezar el trabajo. El niño estaba emocionado. No había llevado a Faru porque podía entorpecer sus intenciones. Sin embargo, sentía la falta de su amiguito en ese momento tan especial.
Entraron por la enorme puerta antigua y todas las monjas, avisadas de la visita, se recogían a su paso para guardar la clausura. Visitaron al Santísimo Sacramento en la bonita capilla, iluminada a esa hora de la mañana por los rayos del sol que incidían sobre los vitrales, pintando los mármoles del suelo y de las columnas con los más variados y brillantes colores.
Después de ver lo que tenían que hacer, abuelo y nieto comenzaron su trabajo: serrar, martillear, lijar y pulir. ¡Eran unos ebanistas de primera!
A la hora del almuerzo, Eduardo paró para descansar y decidió explorar las estancias del convento, mientras pensaba: “Ha llegado la hora. Voy a buscar la despensa, ya que no puedo ir al pomar, pues seguramente allí estarán almacenadas las manzanas”.
Entrando en la cocina reflexionaba: “Nadie guarda alimentos muy lejos de la cocina; la despensa debe estar por aquí…”.
Andaba de puntillas para no llamar la atención de ninguna monja. Al final de un pasillo encontró la tan codiciada despensa. Cuando entró vio varios armarios, todos muy limpios y ordenados, donde había botes de arroz, judías, harina y azúcar. ¿Dónde estaban las manzanas?
Su corazón latía aceleradamente… Iba abriendo todas las puertas y sólo veía tarros de vidrio, vasos, platos, vasijas de barro, cazos y cucharas de palo. Pero de manzanas nada… Por fin, cuando abrió el último armario, ¡oh alegría! ¡Ahí estaban las manzanas! También había peras, melocotones y naranjas. Las manzanas tenían un color rojo como nunca había visto. ¡Y eran enormes! Miró a su alrededor, para asegurarse de que estaba sólo, y se empinó todo lo que pudo hasta alcanzar una de ellas…
En ese momento su mirada se topó con un bonito azulejo decorativo colgado de la pared que decía con grandes letras azules y doradas: ¡Dios te ve!
Eduardo se quedó blanco… ¡Era verdad! ¡Dios le veía y él estaba a punto de robar una manzana!
Cerró la puerta del armario despacito y volvió cabizbajo con su abuelo. Esa manzana tan bonita no tendría sabor si la hubiera robado… Se acordaría de eso toda su vida, porque Dios ve todos nuestros actos. Nunca estamos solos.
Había llegado la hora de la comida y sor María de Jesús le traía una deliciosa sopa de pollo y verduras frescas, cogidas en la huerta. Y como postre… ¡manzanas! El muchacho apenas se lo podía creer. Probó la fruta y le parecía del paraíso. Jamás había comido algo semejante. Y no había sólo una, fueron varias las que la monja les ofreció.
Así también actúa Dios con nosotros. Recompensa en abundancia a los que son honestos y rectos de conciencia.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)