Es óptima para meditar la realidad del pecado y su mentira, así como el desorden que produce en el hombre y por ello sus nefastas consecuencias, y para meditar también la misericordia infinita de ese Dios que se ha revelado como Padre (Lc 15,11-31). Forma parte de una de las tres “parábolas de la misericordia” que San Lucas expone en el capítulo 15 de su Evangelio. Como sabemos, el padre de la parábola representa a Dios Padre. En este pasaje descubrimos una serie de aspectos y pasos: el amor de Dios, la ruptura unilateral del hombre contra él, el desorden como consecuencia, la necesidad del hombre de volver a Dios por el desastre que experimenta al quedar a su entero libre albedrío, y la reconciliación final por la grandeza de corazón del Padre.
Amor de Dios: el padre reparte los bienes ante la petición del hijo, no se lo niega, y le reconoce su libertad (Lc 15,12).
Ruptura unilateral del hombre pecador contra el padre: el hijo pide su parte de la herencia y se marcha a un país lejano para derrocharlo todo con mala vida (Lc 15,12-13).
El hombre pecador experimenta el resultado desastroso de haber quedado a su entero puro albedrío por haber dado la espalda a Dios: el hijo pasa necesidad después de derrocharlo todo y cuando viene el hambre (Lc 15,14-17).
Arrepentimiento del hijo: es bastante interesado en realidad; más que por amor, decide regresar porque tiene hambre y lo está pasando mal (Lc 15,18-21).
Amor misericordioso infinito de Dios: se manifiesta en el perdón total del padre y su cariño entrañable al hijo (Lc 15,20.22- 24.31), así como en el amor que muestra hacia el hijo cumplidor pero que reacciona mal: “tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,28-31).
El misterio de la Encarnación: el Dios humanado
Es maravilloso que Dios se ha hecho Hombre y ahora se nos ha revelado también a los hombres dejándose conocer en su Verbo encarnado: el “Dios humanado”, como les gustaba decir a Santa Teresa y a otros autores. Jesucristo es la suprema “Teofanía”, la suprema manifestación del Dios Uno y Trino a los hombres, porque por Él hemos podido conocer también al Padre y al Espíritu Santo, por Él hemos tenido conocimiento del misterio de la Santísima Trinidad.
Por su unión íntima al Padre, el Verbo es el único que podía darlo a conocer a los hombres y nos lo ha posibilitado haciéndose uno de nosotros, asumiendo la naturaleza humana en su única Persona divina sin dejar de ser Dios ni perder nada de su divinidad. El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros (Jn 1,14) para que nosotros podamos conocer a Dios, pues, como dirá Jesús a San Felipe: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, porque “Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí” (Jn 14,9-10). Hasta la venida redentora de Cristo, “a Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).
El Verbo divino se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, que Hombre, ha elevado la naturaleza humana a la máxima dignidad al asumirla perfectamente y llevarla a su glorificación. Como enseña el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 22), “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. Y también Santo Tomás de Aquino había afirmado que “el mismo Verbo encarnado es causa eficiente de la perfección de la naturaleza humana, pues, como dice San Juan, ‘de su plenitud recibimos todos’ (Jn 1,16)” (Summa Theologiae, III, q. 1, a. 6 in c).