Cuando el día ya iba declinando en Jerusalén, Susana volvía del campo, seguida fielmente por el rebaño de su padre, Simeón. Alcanzado el aprisco, las primeras estrellas aparecieron centellando en el firmamento. Tras dejar a las ovejas en lugar seguro, se sentó un poco al aire libre para contemplar los astros. ¡Había llegado el mejor momento del día!
Le gustaba imaginar que las estrellas eran pequeños diamantes, como los que había visto alguna vez destellar en las suntuosas ropas del sumo sacerdote. Y pensaba encantada: “¡Qué perfecto es Dios! Hasta el cielo ha querido engalanar. Cuando el azul celeste se oscurece, hasta el punto de volverse casi negro. Él lo llena de diamantes…”.
¡Cómo deseaba contemplar de cerca por lo menos una estrella! y seguía meditando cómo Dios, el Todopoderoso, debía ser luminoso. Sin duda mucho más que las estrellas. Aunque éstas servían para darnos una pálida idea de su grandeza.
Pero aquella noche notó que los astros brillaban con una fuerza nunca vista antes. Su fulgor los hacía tan cercanos que parecía que se podían tocar con las manos.
- ¿Y si me subo a un sitio alto? A lo mejor consigo coger una estrella. ¡Cómo me gustaría tener una…! –se decía para sí.
Inmersa estaba en esos pensamientos, cuando oye de pronto un estrépito de cabalgaduras y de gente hablando en voz alta. Una gigantesca caravana de camellos, dromedarios, jumentos y elefantes, nobles y siervos, hombres y mujeres, se detenía frente a su casa. Saltó de la piedra donde se hallaba sentada y salió corriendo a su encuentro. Deslumbrada con tanta pompa le parecía estar soñando… ¿Qué hacía aquella comitiva en Jerusalén, en un barrio de pastores alejado del centro de la ciudad?
Se acercó hasta un enorme camello que llevaba a un hombre muy distinguido, vestido de finísima seda y que ostentaba una espléndida corona de oro y piedras preciosas. Y haciendo una profunda reverencia le preguntó:
–Noble señor, ¿qué buscáis en nuestro humilde barrio?
Y él le respondió:
–Me llamo Melchor. Hemos venido siguiendo a una estrella brillantísima que nos ha guiado desde Persia hasta aquí. Sin embargo, ha desaparecido y el rey Herodes nos ha mandado a Belén. Ya estamos llegando a los límites de Jerusalén y no sabemos qué rumbo tomar ahora.
Susana no podía creer lo que estaba escuchando. ¡Una estrella orientaba a toda esa comitiva! Quizá también estarían buscando diamantes… ¿Acaso no podría unirse a ellos? Y poniéndose de rodillas imploraba:
–Conozco el camino de Belén y os lo suplico: tened la bondad de permitirme que acompañe a vuestra caravana. Yo también ando tras una estrella.
El rey, al oír sus palabras, se sonrió y le dijo:
–Mi pequeña, no estamos viajando para descubrir estrellas… Vamos en busca del Rey Supremo que acaba de nacer y cuya estrella nos ha traído hasta aquí. Queremos rendirle homenajes y ofrecerle algunos regalos, porque será grande en todo el universo. Si quieres puedes venir con nosotros. ¿Te dejará tu padre?
Susana se fue corriendo a hablar con Simeón que, al verla en tan insigne compañía, se sintió muy honrado de que su hija fuese con ellos. La niña no cabía en sí de tanta felicidad. Además de seguir a una estrella, iba a visitar al Rey del universo, que tendría, seguramente, muchos diamantes para darle.
Andando al frente de la comitiva, los condujo hasta el camino que llevaba a Belén. Tan pronto como retomaron el trayecto, una inmensa luz dorada cruzó el cielo, muy próxima a la tierra, iluminándolo todo, quedándose algo más adelante, encima de ellos, avanzando lentamente. Todos se alegraron al reencontrar a la estrella. Susana saltaba, cantaba y reía de tanta alegría como tenía. Incluso derramó unas lágrimas de contenta, por el prodigio que estaba viendo con sus propios ojos.
Y a Belén llegaron siguiendo al astro luminoso, que se paró sobre una casa muy sencilla. Al percibir los reyes –había otros dos monarcas más: Gaspar y Baltasar– que habían llegado al lugar tan anhelado, bajaron de sus monturas y entraron en esa humilde morada. Susana los siguió, pero se puso detrás. Los vio cuando se prostraron en tierra ante una joven y bondadosa mujer que tenía en sus brazos a un tierno bebé, lindo y luminoso, más bello que el sol.
Cuando los reyes terminaron de ofrecer sus regalos, la pequeña aprovechó la oportunidad para acercarse al Niño y rendirle también ella sus homenajes. Se movió con agilidad entre la gente que llenaba el reducido espacio y logró ponerse bien delante de Él, postrándose en adoración. Al levantarse, el Niño la miraba y sonreía. Su divino rostro era tan reluciente y espléndido que Susana cayó nuevamente de rodillas, arrebatada por su luz.
Se había quedado tan extasiada que no sabía ni lo que tenía que hacer… y besó sus manos y sus pies. Parecía que el Niño Jesús estaba contentísimo al ver a otro niño como él en medio de esa multitud y abrió sus brazos, queriendo abrazarla. María lo puso en el regazo de la pequeña, que lo acariciaba y lo abrazaba. Después de devolverlo a su Madre, salió de la casa junto con los reyes, llena de entusiasmo.
En la cara de la niña había quedado para siempre reflejada la luz divina. Tan grande era su amor por las estrellas creadas por Dios y por su Creador hecho niño, a quien había tenido entre sus brazos, que se había vuelto como un astro espejeando la luz de Cristo, el Salvador. Su deseo de poseer una estrella había sido atendido, pues la luz que ahora llevaba en su corazón era más fulgurante que cualquier diamante de este mundo… Dios ama tanto la inocencia que la premia de los modos más magníficos.