Sirva como imagen elocuente el hecho de que Jesucristo quiso dedicar unos minutos especialmente relevantes en su vida, los previos a su sentencia y crucifixión, a limpiar los pies de sus discípulos, incluidos los de los traidores.
En nuestras conversaciones con los demás, quizá a veces por querer resultar sinceros o empáticos, tendemos a abusar del nombre de Dios. Hemos cogido un mal hábito, un vicio... un mal vicio, como todos los vicios. A menudo, para hacer determinadas cosas o para enfatizar una idea, juramos. “Que fui a tal lugar, lo juro”; “Te juro que no tenía ni idea”; “Juro que si lo tuviera se lo daría”; etc.
No necesitamos estar jurando por todo. El nombre de Dios es santo, y recurrir a él por cuestiones pequeñas, además de trivial, resulta desmedido, abusivo. Cristo mismo nos lo pidió: “Sea vuestro sí, sí, y vuestro no, no” (Mt 5, 37).
El temor de Dios es sano y recomendable, porque aun siendo nuestro Padre, y un Padre que dio la vida por cada uno de nosotros, también ha creado todo cuanto existe. Si ante un alcalde, un presidente o un rey existe un protocolo determinado, a fin de demostrar educación y respeto, ¿por qué no exigirnos, como mínimo, una idéntica formalidad? Hay que ponerle seriedad a las cosas de Dios, y no parece justo nombrarle y mentarle de cualquier manera. Merece un respeto, que no miedo.
Lo decía el Papa Francisco hace unos pocos años: “Dios es nuestro Padre, nos ama y nos perdona siempre (…), como un papá con su hijo. Este don nos permite imitar al Señor con humildad y obediencia. No con una actitud resignada y pasiva, sino con valentía y con gozo. Nos hace cristianos convencidos de que no estamos sometidos a Dios por miedo, sino conquistados por su amor de Padre. El temor de Dios es una alarma, porque cuando una persona no anda por el buen camino, cuando se aparta de Dios, cuando se aprovecha de los otros, cuando vive apegado al dinero, a la vanidad, al poder o al orgullo, entonces el santo temor de Dios le llama la atención: así no serás feliz, así terminarás mal y no te podrás llevar nada de tu dinero, de tu vanidad, de tu poder ni de tu orgullo”.
El hecho es que un día, antes o después, todo esto terminará, y deberemos rendir cuentas ante Dios, que además de Padre es Juez. Este temor de Dios, la propia Biblia define como “el principio de la sabiduría” (Pr 1,7), sirve como acicate optimista, no como cruel amenaza, para ser agradecidos, vivir con humildad y esperar con fe.