Conviene no perder de vista la importancia que tiene el ejemplo que proporcionan los padres en su forma de relacionarse, de proponer las cosas, de escuchar, de dejar lo que les gusta y ponerse a ayudar en casa, de renunciar a algo, de defender a alguien, etc. Un comportamiento que transmite tolerancia, respeto, solidaridad, confianza y sinceridad anima a los hijos a adquirir esos valores.
Fijémonos en la educación en el respeto. Comienza a darse en la convivencia familiar, al pedir a las hijas y los hijos qué es lo que deben hacer -ya sea un encargo, una colaboración en el hogar, una observación, etc.- y se da porque lo hacemos cuidando o descuidando la forma en la que nos dirigimos a ellas, a ellos. Así, se les transmite cómo deben pedir las cosas cuando se dirijan a los demás. Por lo tanto, el buen hacer de los padres lleva a una actitud abierta de comprensión y de aceptación, en los hijos. El mal hacer, a todo lo contrario.
Como en otros valores, hijas e hijos, necesitan adquirir criterios para saber dónde comienza y dónde termina el respeto. Tendrán que descubrir que existe un trato diferente de acuerdo con la condición de la persona, pero no necesariamente de acuerdo con sus circunstancias. Por ejemplo, si en la familia trabaja alguna persona, ya sea una interina, una canguro que se queda a su cuidado cuando sus padres no están…, verán cómo, estos, la tratan de un modo distinto que a ellos, y captarán si lo hacen con consideración o sin ella. Si no respetan a esa persona, si no reconocen su derecho de ser tratada dignamente, es probable que -ellas, ellos- tampoco lo hagan. Y de esta forma, aprenderán a tratar sin respeto a otras personas.
Por eso, desde el minuto uno, hay que preparar las bases para que hijas e hijos lleguen a reconocer y a apreciar la posibilidad que tiene cualquier persona para mejorar. Por eso, propongo como objetivos:
Ayudarles a que capten que cada persona merece ser respetada y tratada sin clasificarla. Y, como consecuencia, que eviten la crítica y se muestren abiertos a los demás.