¡GRANDE era la fiesta en la ciudad! Después de todo, cumplir 100 años no es poca cosa… Cada hijo de aquella tierra tenía algo que contar de lo que había oído de algún antepasado suyo, antiguo fundador de la que otrora fuera una villa menuda y que ahora se había transformado en un pujante centro urbano que veía cómo florecía el esfuerzo de sus mayores.
Sus bonitas plazas ajardinadas eran el orgullo de sus habitantes. No se quedaban atrás los agradables parques, que conservaban la flora y fauna de la región y garantizaban, junto con la verdeante arborización de las calles y avenidas, un aire puro para las personas. El ayuntamiento marcaba su presencia con su imponente construción, lo que revelaba la confianza de la población en los hombres elegidos para el gobierno del municipio, los cuales ejercían su oficio con sabiduría, velando por el bien común. Y las torres de la parroquia, altaneras y marcadas por el tiempo, sobresalían entre los edificios, despuntando como signo de las raíces católicas de las que había nacido tan apacible ciudad. Sin embargo, mientras más desarrollo material había, menos personas acudían a los oficios religiosos y más a los acontecimientos civiles y sociales, y el majestuoso templo se veía cada día más vacío de verdadera piedad…
Para señalar tan significativa fecha, el ayuntamiento había promovido el Concurso del Centenario. El que poseyese el objeto antiguo de más valor, simbólico e histórico, recibiría durante las festividades el título de ciudadano de honor.
El día convenido, el pueblo se reunió en la plaza de la Iglesia para apreciar las antigüedades y oír la proclamación del vencedor. Los vendedores ambulantes de dulces y comestibles aprovecharon el flujo de personas, y los niños se encantaban con los coloridos globos, pidiéndoles a sus padres que les compraran éste o aquel. El bullicio iba en aumento, lleno de vitalidad.
La banda municipal tocó algunas músicas al comienzo del acto, tras lo cual se hizo un respetuoso silencio, propio a la solemnidad de la ocasión. El alcalde dirigió a la población unas palabras de bienvenida y empezó el Concurso del Centenario. Los inscritos, que eran llamados por orden alfabético, debían exponer el objeto y narrar su historia, para la consideración de su correcto valor. Un hombre llevó el primer cuadro pintado por uno de los fundadores de la ciudad, del que era bisnieto, y representaba el paisaje primitivo de la región, así como el primer caserío y la primera capilla erigida donde ahora se encontraba la iglesia parroquial. Otro presentó un elegante y bien mantenido “Mercedes” que había pertenecido a su tatarabuelo, el primer automóvil que transitó por aquellas calles, y que todavía funcionaba. Otro llevó el primer ejemplar del diario editado por la prensa local. Una señora abrió una linda cajita aterciopelada que contenía un magnífico y reluciente diamante, el primero y más grande que se había encontrado en las minas de la ciudad. La gente aplaudía cada vez que un objeto era expuesto, hallándolo todo muy interesante, pues formaba parte de la historia remota de cada uno.
Al llegar el turno del último concursante, todas las miradas se volvieron hacia él. Era un señor de muy avanzada edad que caminaba con dificultad, pero sin nada en las manos… Desconocido por pocos, fue, entretanto, reconocido por casi todos como el señor Zacarías, el pastor de ovejas que vivía en las montañas de los alrededores; era amigo del párroco e iba todos los días a la iglesia, a pesar de la distancia, a participar en la Santa Misa matutina. El cura párroco –que asistía a todo desde cierta distancia, porque no le habían reservado ningún lugar en la tribuna de las personalidades– se extrañó con la presencia de su amigo y estaba ansioso por saber qué traía, pues sabía que no tenía nada de gran valor.
Le dieron la palabra para que presentara su objeto y la multitud empezó a cuchichear, creándose un gran suspense alrededor de aquella legendaria figura que no llevaba ningún objeto en las manos… Comenzó diciendo que tal vez fuese el ciudadano vivo más antiguo y se alegraba con todas las cosas expuestas, porque representaban la riqueza de la vida de aquella amada ciudad. Y veía que los aplausos demostraban la admiración de todos por lo que otros poseían, siendo éste un gran valor de su gente. A continuación sacó de su bolsillo un papel amarillento, lo desdobló con cuidado y dijo:
–Sin embargo, a pesar de todo, puedo afirmar que aquí está nuestro mayor tesoro. Lo que les traigo es el certificado del primer niño que recibió las aguas bautismales en nuestras tierras, de manos del primer párroco que vivió aquí, sembrando la Palabra de Dios en las almas y dando su vida por el bien de todos. Ese niño es el que les habla ahora y el párroco era su hermano mayor, que ya partió a la eternidad. No puede haber tesoro más grande que el Bautismo, que nos hace hijos de Dios, herederos del Cielo y piedras vivas de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo.
La gente cayó en sí y se dieron cuenta cómo se habían olvidado de Dios en las fiestas, resultado de la disminución de su fervor, preocupados como estaban sólo por las cosas y por el progreso material. Aquella fiesta únicamente estaría completa si dieran gracias a Dios por los 100 años de evangelización de la ciudad y pidiesen protección para muchos más. De hecho, el señor Zacarías tenía razón: no hay mayor tesoro que el participar de la naturaleza divina por la gracia bautismal, bajo cuya luz había nacido la ciudad. El devoto anciano recibió, merecidamente, el título de ciudadano de honor.
Los organizadores llamaron al párroco –que siendo un ministro de Dios, había sido injustamente relegado– y le pidieron que las conmemoraciones terminasen con una Misa solemne en la iglesia parroquial y una procesión con el Santísimo Sacramento por las calles, para que el propio Cristo, ahí presente, fuese el gran homenajeado de la fiesta bendijese al pueblo para siempre. Y así fue hecho unos días después.
Desde entonces toda la población volvió a frecuentar la Iglesia y los sacramentos con gran fe, y la ciudad creció todavía más, convirtiéndose en la más próspera de toda la región.