Se había imbuido de tal forma de este espíritu de pobreza, estaba tan a gusto en su despojamiento, que los hermanos de Italia, ignorando su origen, lo tomaron al principio por un hombre de condición modesta.
Antonio defendió la pobreza como la herencia más preciosa de la familia seráfica. Tras la muerte de San Francisco, se formó en la Orden un partido, felizmente poco numeroso, que deseaba una mitigación de la Regla. Fray Elías, por quien el fundador tuviera gran predilección, se convirtió en el inspirador y jefe de esa corriente. El antiguo vicario general del Bienaventurado Padre estaba traicionando sin escrúpulo el pensamiento del maestro. Quería constituir un patrimonio para los conventos que, sin rivalizar tal vez con la riqueza de las opulentas abadías benedictinas, asegurase a los Frailes Menores rendimientos fijos y suficientes. Tal innovación habría aniquilado la obra del Patriarca. Las congregaciones religiosas prosperan menos por la abundancia de los bienes temporales que por la fidelidad al espíritu primitivo: abandonando el despojamiento total, los hijos de Francisco habrían perdido, infaliblemente, su ideal de libertad apostólica y su prestigio. Nuestro Santo se opuso enérgicamente a las opiniones demasiadamente humanas de Elías; en los Capítulos Generales, en donde su reputación le daba una influencia preponderante, y hasta delante del Papa Gregorio IX, pleiteó calurosamente e hizo triunfar la causa de la pobreza. El más alto grado de caridad se encuentra en la sumisión total a la voluntad de Dios. Se puede decir que la santidad solo
tiene una divisa que resume en una sola palabra todas las formas de perfección: “Fiat”. Antonio practicó de forma excelente esta virtud de abandono, que es la más elocuente expresión de amor; se dejó conducir dócilmente por vías muchas veces incomprensibles y dolorosas.
Recordemos el anonimato en que se mantuvo los primeros años de la vida franciscana. En el impulso de su generosidad, no retrocedió ante ningún sacrificio; abandonó todo para realizar su sueño de apostolado y martirio. Pero he aquí que, bruscamente desviado de su camino en el momento de alcanzar la meta, es dirigido hacia Asís por circunstancias providenciales. En aquel capítulo de 1221 al que Antonio asiste, ninguno de los tres mil religiosos presentes en la asamblea lo conoce; nadie le da el justo valor. Mientras provinciales y superiores locales disputan en torno a temas brillantes, nadie pide la opinión de este hermano humilde y silencioso que, recién recuperado de una grave enfermedad, parece disfrutar de poca salud. ¿Quién se responsabilizaría de buena voluntad de un joven tan insignificante y abatido? Los emprendimientos apostólicos reclaman un temperamento más robusto: ¿qué tarea se le podría encomendar?
Antonio había recibido, sin embargo, en grado eminentísimo, los dones que hacen poderosos a los apóstoles del Señor. Si la Orden franciscana tenía entonces almas de elite en abundancia, todavía le faltaban sabios; Dios le enviaba en la persona de este religioso portugués una luz resplandeciente, pero la Orden no se daba cuenta, velada como estaba en ese momento bajo apariencias bastante insignificantes.
(Extraido del libro San Antonio de Padua. P.
Thomas de Saint-Laurent. Editado por El Pan
de los Pobres, 2005, Bilbao.