El imponente barco avanzaba a toda vela, destacándose en el límpido horizonte de aquella tarde de verano, mientras se acercaba rápidamente a la costa de la isla. En lo alto del mástil ondeaba la temible bandera negra. No había duda: los piratas iban a desembarcar.
Con la agilidad de un gato, Juanito, el pequeño indígena, bajó del promontorio rocoso donde se encontraba contemplando el hermoso panorama del mar del Caribe, y se fue en dirección a la aldea. Se acordaba muy bien de las advertencias que tantas veces había recibido sobre esos “tigres de los mares”. Su padre, Antonio, era el sacristán de la única iglesia del poblado y estaba encargado de tocar las campanas si amenazaba algún peligro, para avisar a los habitantes que debían huir. Pero, para colmo de males, justo ese día, Antonio no estaba. Había salido temprano, antes del amanecer, para acompañar al párroco que iba a administrar los últimos sacramentos a un moribundo de un pueblo del interior de la isla.
A pesar de tener tan sólo ocho años, Juanito era valiente y decidido; enseguida se dio cuenta de que la responsabilidad por la seguridad de sus conciudadanos pesaba sobre sus frágiles hombros. Había sido el primero en divisar el barco y, sobre todo, en la ausencia de su padre, recaía sobre él la obligación de tocar el carrillón. Pero… ¿tendría fuerzas suficientes para mover la enorme campana de bronce?
Corriendo siempre sin detenerse, cruzó la plaza principal y llegó hasta la puerta que daba acceso directo a la torre de la iglesia. Sin dudarlo, tomó la gruesa cuerda que pendía desde lo alto y se colgó de ella, poniendo todo el peso de su cuerpo. Poco a poco, la campana iba moviéndose y después de varios intentos, por fin, empezó a emitir su grave y solemne sonido, resonando por toda la ciudad. Una vez dado el primer impulso, las badaladas se repitieron rápidamente, alertando a la población: con la fuerza de la campana, Juanito se elevaba más de un metro del suelo, agarrado a la cuerda, convencido de la importancia de su misión.
En efecto, al escuchar la alarma establecida, los habitantes se apresuraron en escapar hacia la selva cercana, seguros de que la aldea no se salvaría del saqueo. Los hombres huían con sus pertenencias más valiosas, las mujeres llevaban a los niños, todos corrían asumidos por el miedo y se tropezaban unos con otros por el camino. En pocos minutos las calles se quedaron completamente desiertas; y únicamente la gran campana de bronce continuaba sonando…
De pronto, la puerta del campanario se abrió violentamente y un hombre alto y robusto entró allí, seguido de otros muchos. Con mano férrea cogió al pequeño indio por el brazo e hizo que soltara la punta de la cuerda que aún agarraba.
- Rápido, niño -gritó-, enséñanos donde están escondidos los tesoros de este pueblo.
Juanito titubeó… ¡él no tenía tesoro alguno!
De repente sus enormes ojos oscuros brillaron y una sonrisa se esbozó en su rostro infantil…
En mi casa está el más precioso de los tesoros. Vengan conmigo.
Sorprendidos e incrédulos, los corsarios se miraron entre sí; pero el jefe, dando ejemplo, acompañó al niño que ya se había adelantado y los precedía con paso ligero… Tras subir una colina donde se podía ver el mar desde una perspectiva privilegiada, llegaron a una humilde cabaña de madera y barro con tejado de paja. Siempre seguido de la inquietante tropa de piratas, el intrépido indígena entró y se puso a buscar algo bajo la almohada de una cama, al fondo de la choza.
- ¡Aquí está!, -exclamó triunfante- lo he guardado muy bien, como me lo recomendó el sacerdote cuando me lo entregó el día de mi bautismo. Me dijo que debía cuidarlo, porque es el más precioso de los tesoros.
Mientras hablaba, les enseñó un rosario hecho de semillas y del que colgaba una cruz de madera…
En las fisionomías de los piratas, no obstante, se dibujaba la decepción y la cólera contra ese niño que había actuado de esa manera, porque pensaban que el pequeño intentaba engañarles. Uno de ellos, al que le faltaba el ojo izquierdo, se abalanzó sobre el muchacho levantando amenazadoramente un puñal. Sin embargo, el jefe le detuvo y gritó:
- ¿Qué haces? No toques al chico. ¿No ves que está hablando con sinceridad y rectitud de corazón?
Recordaba las enseñanzas que había recibido en las clases de catecismo cuando era pequeño y todas las veces que había rezado el Rosario con sus compañeros de la Primera Comunión. Una gracia estaba tocándole el corazón, invitándole a cambiar de vida…
Y volviéndose a Juanito continuó con voz conmovida:
- Guarda tu precioso tesoro, niño. Gracias a tu inocencia esta aldea no será tocada por nosotros, ni siquiera con la punta de nuestras espadas. Y cuando desgranes tu rosario, elevando tus peticiones a Dios, acuérdate de lo que he hecho por ti y reza un Avemaría por mí.
Esos “tigres de los mares” regresaron a sus barcos y, navegando ligeros al capricho del viento, desaparecieron en el horizonte.
Poco tiempo después volvió el párroco y el niño le contó todo lo que había pasado, Antonio hizo que sonara la campana nuevamente, pero ahora para que el pueblo regresase. Todos se reunieron en la iglesia para agradecerle a la Virgen María el haberlos salvado en esa emergencia, gracias a la inocencia y valentía de Juanito y su precioso tesoro: el Santo Rosario.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)