y legislador al estilo de Abraham y de Moisés, respectivamente (quienes precisamente apuntan hacia Cristo), ni tampoco como profeta anunciador de una revelación divina a la manera de Zaratustra o de Mahoma, ni como el receptor de una iluminación que abre un camino para sus seguidores como Buda, ni como un gran maestro del conocimiento y de la sabiduría de la vida semejante a numerosos creadores de escuelas filosóficas en Oriente y en Occidente. Jesucristo los supera infinitamente a todos ellos porque habla de sí mismo presentándose como verdadero Dios, como el verdadero Hijo de Dios que es uno con el Padre y el Espíritu Santo. Como veíamos en el artículo anterior, cada vez que dice «Yo soy», está afirmando su propia divinidad. Esto es algo sin precedentes y sin parecidos posteriores dignos de resaltar. Él no ha dicho que venga a traer un camino de verdad y de vida, sino que Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida. Y esto sólo puede decirlo de sí mismo porque es Él mismo es verdadero Dios.
El cristianismo hace gala de su nombre y es cristocéntrico. Jesucristo es sin lugar a dudas el centro y el eje de la Historia, el Esperado de las naciones (Is 42,4 y Mt 12,21; Is 11,10.12 y Rom 15,12), manifestado en la plenitud de los tiempos (Gal 4,4; 1Pe 1,20), nacido de una Mujer (Gal 4,4) que es verdadera Madre de Dios. En la Carta a los Hebreos (Heb 1,1-6) también se afirma esta centralidad de Jesucristo como eje de la Historia de la Salvación y de la Historia entera del mundo, pues “ahora, en esta etapa final, [Dios] nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo y por medio del cual ha ido
realizando las edades del mundo”.
Autores cristianos antiguos han explicado la Historia precisamente en torno a esta idea de “las edades del mundo” culminantes en Jesucristo: San Agustín (sobre todo en su magna obra La ciudad de Dios), San Gregorio Magno, San Isidoro de Sevilla, San Beda el Ve- nerable y todos Padres de la Iglesia que han expuesto una teología de la Historia, han recogido y expuesto esta visión con mayor o menor profusión.
La vid y los sarmientos
De ahí toda la fuerza de la imagen de la vid y los sarmientos que Jesús nos ofrece (Jn 15,1-8). Por ser verdadero Dios, Él es la verdadera vid de la que dependen los sarmientos.
Éstos nada pueden separados de la vid, porque el hombre nada puede sin Dios. Frente a la típica tentación diabólica que acecha constantemente al hombre y que consiste en pretender proclamar o al menos alcanzar de hecho su independencia respecto de Dios, Jesucristo nos está avisando de que fuera de Él nada podemos. En el mundo contemporáneo, la experiencia de todas las utopías sin Dios, a las que han pretendido conducir las ideologías, ha sido siempre la de un final trágico para el propio ser humano; las sugerentes utopías antropocéntricas se han convertido así en horribles distopías misantrópicas: al querer poner al hombre en el centro de todo y desligarlo de su Creador y Redentor, se ha terminado tiranizando y destruyendo al hombre.
Sin Cristo nada podemos; Él mismo nos lo dice: «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Por eso debemos permanecer en la vid, unidos a ella. Pero esta unión no es impuesta, sino fundamentada en el amor: «permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,4). De ahí que entonces podremos pedir con confianza todo lo que deseemos y se realizará (Jn 15,7). El amor, en grado de caridad como virtud teologal, es ciertamente la trabazón íntima del Cuerpo Místico de Cristo, imagen utilizada por San Pablo y que coincide de lleno con la imagen de la vid y los sarmientos que emplea el propio Jesús: «Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual Él es el Salvador». Por eso «la Iglesia está sujeta a Cristo», ya que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,23-25). El Apóstol de los Gentiles emplea con frecuencia esta imagen, de tal modo que en la primera carta a los Corintios señala: «vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo» (1Cor 12,27), con una diversidad de dones concedidos por el Espíritu Santo y una organización jerarquizada de funciones (1Cor 12).