Y tal como se dice, está por encima de los ángeles, porque Dios no dijo jamás a un ángel: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado» (Hb 1,5); el Padre sólo puede haber dicho esto a su Hijo Unigénito, engendrado por Él eternamente, en ese «hoy» que es el «hoy» eterno. Al conocerse y amarse a Sí mismo, el Padre engendra eternamente una Imagen perfecta de Sí mismo, que es el Hijo, el Verbo. En efecto, San Pablo dice a los Colosenses que es «imagen del Dios invisible » (Col 1,15). Por eso decimos en el Credo niceno-constantinopolitano, frente a la vieja herejía de Arrio, que es «engendrado, no creado», y en la exactísima formulación griega y latina afirmamos que es «consubstancial» al Padre:
homoousios. En la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, la Sabiduría divina identificada en la Tradición de la Iglesia con la Persona del Verbo– es «una exhalación de la potencia de Dios y un limpio efluvio de la gloria del Todopoderoso », «irradiación esplendorosa de la eterna luz y espejo inmaculado de la energía de Dios y una imagen de su bondad» (Sab 7,25-26).
Por su unión íntima al Padre, el Verbo es el único que podía darlo a conocer a los hombres:
hasta la venida redentora de Cristo, según dice el prólogo del Evangelio de San Juan, «a Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Y nos lo ha posibilitado haciéndose uno de nosotros, asumiendo la naturaleza humana en su única persona divina sin dejar de ser Dios ni perder
nada de su divinidad. ¡Qué maravilloso, qué grande, qué sublime es el misterio de la Encarnación!
La Encarnación, fuente de vida divina para el hombre
El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros (Jn 1,14), para que nosotros podamos conocer a Dios, pues, como dirá Jesús a San Felipe: «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre», porque «Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí» (Jn 14,9-10).
Con acierto se ha indicado en muchas ocasiones que el cristianismo, a diferencia de otras religiones, no es tanto una doctrina y un culto, como más bien fundamentalmente una Persona: Jesucristo. Él es el Hijo de Dios hecho hombre para religar al hombre con Dios, para redimir al hombre caído, para devolverle la dignidad perdida a consecuencia del pecado y conducirle de nuevo a la comunión amorosa con el Dios que es comunión de personas en el amor. Jesucristo, verdadero Dios, ha traído al hombre la plenitud de la revelación del Dios vivo: por eso dice San Juan que Él es «la luz verdadera que alumbra a todo hombre » (Jn 1,9).
Jesucristo se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, que es así verdadera Madre de Dios. Y al llevar esto a cabo, Jesucristo, verdadero Hombre, ha elevado la naturaleza humana a la máxima dignidad al asumirla perfectamente y llevarla
a su glorificación. Jesucristo, el Verbo encarnado, ha venido a comunicarnos la vida divina por medio del Espíritu Santo, elevando nuestra dignidad para hacernos hijos de Dios (cf. Jn 1,12; Ef 1,5; 1Jn 3,1-2), para participar de la misma naturaleza y vida divinas (cf. 2 Pe 1,4).