A mucha gente, las fiestas le molestan, le parecen días en los que compartimos lo que no deseamos compartir con personas con las que no queremos compartir, pero también, justo es reconocerlo, porque son días en los que nos liberamos de nuestros cotidianos quehaceres y al hacerlo, la introspección y la nostalgia embargan parte de nuestro espíritu. En esa búsqueda de nuestro propio yo tenemos tiempo para palpar nuestros incumplidos sueños, nuestros fracasados proyectos y de sentirnos como de verdad somos, como una mota de polvo de ese ventoso e infinito desierto que es el mundo que nos rodea.
Parafraseando a Apuleyo; iba yo de camino a Tesalia, mi particular tesalia, cuando la inquietud aprisionó mi pensamiento. Me sentía como un ciego caminando por un camino que se me hacía desconocido, escuchando voces que no reconocía y que me parecían amenazadoras. “Ya somos siete mil millones de habitantes y más del cuarenta por ciento, están infralimentados. Como consecuencia de la crisis que nos acosa muchos de nuestros antiguos compañeros forman parte de ese ejército de desconocidos que pasa hambre, soledad y frío.”
Bajé al parque; una lejana, triste y desconocida música sonaba en la calle paralela, llovía y la humedad, de un día gris de cerrada niebla, subía por mis zapatos hasta metérseme en los huesos. Los escasos caminantes que se cruzaban en mi camino parecían levitar, con sus indefinidas formas, en una típica mañana de invierno. Los mendigos de siempre se habían acurrucado contra las paredes de las casas colindantes, con la cabeza gacha y los ojos entornados, parecían entonar una plegaria o simplemente, dormitaban en una especie de necesaria hibernación. Pensé en los mensajes tradicionales, en las mafias dedicadas a gestionar la mendicidad y en el peligro social, la frase me pareció una ironía, que suponía atender a aquellas ateridas y frágiles personas, pero la niebla se me metió en los ojos y no pude evitar verme en su lugar, sentí miedo, se me nubló la vista y un extraño dolor me invadió el corazón.
A mi mente vinieron las palabras de un buen amigo:
-Alfonso, la gente que acude ahora a los comedores de caridad es como tú y como yo, gente de traje…- y me sublevé contra mi sociedad, contra la civilización, contra la raza humana. Recordé el último informe de una prestigiosa organización mundial. “Somos capaces de producir alimentos para toda la población mundial, incluso cuando ésta crezca… pero fallan los procesos de distribución”
Somos capaces de producir pero no somos capaces de distribuir de manera coherente lo que producimos, no somos capaces de evitar que nuestros hermanos, nuestros prójimos, mueran de pena y de hambre en las calles de nuestras ciudades y de nuestros pueblos.
Tal vez debiéramos volver nuestra mirada a Aristóteles y, aunque solo fuera de manera egoísta, reivindicar la personalidad del hombre y prolongar nuestro espíritu navideño. Sentir que todos somos personas, iguales, con las mismas necesidades vitales, con parecidos sentimientos y con ese espíritu que a veces, solo a veces, es capaz de elevarse sobre la realidad que nos rodea y pensar en quienes nos rodean, no como extraños, sino como hermanos.