La muerte no es deseable, porque separar el cuerpo del alma no deja de ser una consecuencia directa del pecado original. Nosotros sabemos, por fe, que en el Paraíso no existía la muerte. En otras palabras: Adán y Eva eran inmortales, porque sus cuerpos perfectos no experimentaban corrupción alguna. Y eso era bueno.
Creo que el miedo a la muerte, o su falta de comprensión, va estrechísimamente ligado a la falta de reflexión sobre la vida. Cuando entendemos que nuestra existencia es un don, un regalo de Dios del todo inmerecido, valoramos cuán gratuitos somos y sospechamos que, de una u otra forma, podemos volver a Dios, a fin de contemplarle por los siglos de los siglos. Y eso se convierte en una esperanza alucinante.
Al final, la muerte corporal no es verdaderamente muerte… sólo una interrupción de nuestro caminar terrenal. Pero no es el fin de los fines. Todavía falta por escribir, tras ella, el capítulo más hermoso (o el más doloroso) del libro: aquél que se ocupa de la contemplación de Dios por toda la eternidad (o del castigo eterno).
Hablé de estos temas recientemente con un buen amigo agnóstico. Él consideraba que esta postura, tan característica del cristianismo y de otras muchas religiones que creen en un alma inmortal, sólo esconde un deseo irrefrenable y desesperado de vivir en un sueño. O sea: creemos en el cielo y en el infierno para hacer más llevadero el sufrimiento y la muerte. Pues bien, lo que traté de hacerle ver es que dicha visión no es un mero consuelo, sino una de las muchas consecuencias de nuestra fe. Y, por qué no decirlo también, uno de nuestros consuelos.
La sociedad contemporánea parece obsesionada con quitar a la muerte de nuestra vista. Los medios de comunicación, las redes sociales, las conversaciones cotidianas tienden a referirse al presente, a las imágenes fugaces o a hechos pasados de más o menos relevancia. Y, sin embargo, un misterio de tanta relevancia, una realidad tan contundente universal e inevitable, brilla por su ausencia en las preocupaciones diarias. Por eso, sugiero meditar más sobre ella, para poner las cosas en perspectiva cuando estemos atenazados por la pena o el estrés; y, de paso, para conmemorar a nuestros fieles difuntos y renovar nuestra fe en la vida eterna.
Benedicto XVI lo manifestó en 2011 durante una Audiencia General: “Al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme”.