A raíz de los muchos abortos que se producen anualmente en el País Vasco –se calcula que unos 4000, el Obispo de San Sebastián publicó el año pasado una carta pastoral en la que dilucidaba sobre este crimen. En ella, trataba de contestar a preguntas frecuentes, suprimiendo de paso algunos clichés en torno al tema. Y, sobre todo, invitaba a olvidar el discurso político e iniciar un debate positivo, objetivo y moral al respecto: “que los prejuicios no nos impidan pensar, sentir y mirar de frente al drama del aborto y vayamos a un debate real, libres de estos prejuicios”.
En dicha carta, Munilla apunta frases certeras, como por ejemplo: “el aborto no es una causa de las mujeres porque las mujeres abocadas al aborto sufren en muchas ocasiones las presiones machistas”. También explica que la madre que aborta puede considerarse, después del bebé no nacido, una segunda víctima.
El aborto tiene muchas implicaciones, y de muchos tipos: en el propio niño que nunca conocerá el mundo; la madre y las repercusiones de conciencia, psicológicas y físicas; el padre que, consciente o no, es coautor de un crimen; la familia de ambos, que de uno u otro modo sufrirá diversas consecuencias; incluso la sociedad, que se verá privada de una vida digna, valiosa, única.
Al tema del aborto hay que acercarse con convicción, pero también con comprensión hacia quienes lo defienden, quienes lo han practicado o quienes están pensando en hacerlo. Es importante exponer argumentos sencillos, ilustrativos, que demuestren que uno no está tratando de imponer su opinión, sino de revelar la verdad de hechos incontestables, esto es, que el aborto supone la aniquilación de un feto humano indefenso, destinado a la vida y con derechos propios.
No es necesario, por lo tanto, un discurso religioso para defender el aborto. Creo que ahí radica uno de los errores más comunes: se puede ser pro vida y ateo, de la misma manera que se puede ser proaborto y apostar por una creencia o confesión religiosa. Por supuesto, la perspectiva de la fe enriquece la interpretación de la del ser humano y su dignidad, pero es prescindible si lo único que pretendemos es hacer valer el valor de toda humana. Se trata de mostrar cómo está en juego una persona humana, pequeña, necesitada y dependiente, sí, pero también individual.
Juan Pablo II, lo sabemos bien, dejó para la posteridad incontables testimonios condenando el aborto, desde textos pastorales hasta homilías, pasando por discursos informales. En su encíclica Evangelium Vitae, por ejemplo, dejó anotado lo siguiente: “La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno” (n. 58).
No se trata, en fin, de olvidar ingenuamente las complicaciones que un embarazo puede traer a la madre y a sus seres cercanos, que sin duda pueden ser graves y nada despreciables, sino de hacer prevalecer la vida del niño indefenso que ella alberga, sólo durante unos meses, en su vientre.