«Uno de ellos, al que Jesús amaba, estaba reclinado a la mesa en el seno de Jesús» (Jn 13,23); «apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: “Señor, ¿quién es?” [el traidor]» (Jn 13, 25). Esta cercanía e intimidad le llevará a estar al pie del Calvario junto a María y recibirla por Madre, y a Ella acogerlo como hijo (Jn 19,25-27). Ésa es la intimidad deseable del orante: estar junto a Jesús, dejarle hablar a Él, escuchar los latidos de su Corazón, y de vez en cuando hablarle a Él y preguntarle a Él. Porque, ciertamente, cabe considerar cómo San Juan, al reclinar su cabeza sobre el pecho de Jesús, podía escuchar los latidos de ese Corazón que irradia amor eterno e infinito por los hombres, porque «mis delicias son estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31).
San Juan sería también el único apóstol que, por encontrarse al pie de la Cruz, tuviera el privilegio de ver la apertura del costado de Jesús por la lanzada del legionario romano y de poder dar testimonio de que al punto salió sangre y agua (Jn 19,34-37). Por eso, ahora, después de resucitado, podemos considerar cómo se nos ha hecho posible penetrar en el Corazón de Jesús a través de la herida del costado abierto y cómo, reclinando nuestras cabezas sobre su pecho, ésa es la vía para llegar al misterio de su amor infinito, entrar de lleno en él y sumergirnos en él.
Semejante intimidad contemplativa a la de San Juan es la que observamos en María de Betania, que escuchaba las palabras de Jesús estando a sus pies (Lc 10,38-42): «Ésta (Marta) tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra ». Precisamente, San Lucas recoge el pasaje de Marta y María justo antes de la enseñanza del Padrenuestro y sobre la oración (Lc 11,1- 13). María nos enseña a escuchar y qué es lo realmente importante, lo único necesario, la mejor parte, la que no le será quitada. Marta se afa- naba en servir al Señor, lo cual de por sí es laudable, pero María, en vez que andar inquieta y ocupada con muchas cosas, estaba a los pies de Jesús, absorta en Él y en sus palabras,
contemplándole a Él.
Esa serenidad contemplativa de María es la que le hace permanecer en el interior de su hogar cuando llegue Jesús a la casa de Betania tras la noticia de la muerte de Lázaro, mientras Marta saldrá a recibirle (Jn 11,20). Es algo que nos podría parecer paradójico: la contemplativa deseosa de ver y escuchar a Jesús no acude presurosa al encuentro con Él. ¿Por qué? En primer lugar, porque no es del todo seguro y claro que ella supiera que llegaba el Señor. Pero, en segundo lugar, cabe pensar también que es porque María sabe que Él va a llamarla. Y, en efecto, Jesús pregunta por ella y la llama, Marta se lo comunica y entonces ella se levanta al punto y sale donde está Jesús (Jn 11,28-29). ¿Qué hace María? Una vez más, se echa a sus pies (Jn 11,32). Y ante su llanto por la muerte del hermano, Jesús se conmueve profundamente en su interior y pregunta dónde han enterrado a Lázaro (Jn 11,33-34). Es decir, el llanto orante de María, su oración con lágrimas, mueve a Jesús a obrar el milagro. Él mismo llorará la muerte de Lázaro, causando impresión en los que allí estaban, que se admiraron de su afecto por el difunto (Jn 11,35-36). Y entonces lo resucitará (Jn 11,37-44).
Hacia la contemplación del misterio trinitario
La oración, por tanto, nos permite tratar con Jesús, estar en intimidad con Él, conocerle y amarle. Al suceder esto, penetramos en la vida íntima de la Santísima Trinidad: Jesús nos ha revelado este misterio y se nos revela como el Hijo Unigénito del Padre. El Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo para transmitirnos la gracia, hace posible que por la oración conozcamos a Cristo y, por Él, también al Padre y al mismo Espíritu Santo. La oración es así tratar de amistad con Jesús y, por medio de Jesús, tratar de amistad con Dios uno y trino, con el Dios Amor cuya vida íntima es comunión de amor entre las tres divinas personas: el Padre y el Hijo se aman en el Espíritu Santo.