El privilegio de la excelsa santidad de María parte del hecho de que Dios ha hecho idealmente perfecta a esta Mujer para que fuera su Madre: cuando el Verbo divino quiso encarnarse y nacer de una mujer, dirigió su mirada a la criatura más idealmente perfecta, a una doncella en toda la gracia de su virginidad.
Es decir, Dios la eligió por su santidad y perfección, porque Él mismo ya la había predestinado a ser la Madre del Verbo y por eso la creó con tal excelencia de cualidades, belleza, pureza y virtudes. Es un hecho que aparece manifestado claramente en la Sagrada Escritura y en la Tradición, pues en ambas se nos refieren su incorrupta santidad y sus excelentísimos oficios y dones. La suya es una santidad sublime, perfecta. Por lo tanto, no sólo es la más santa de las mujeres, sino que su santidad sobrepasa a la de todas las demás criaturas, de tal modo que puede afirmarse que Ella es más santa que los ángeles y goza de una gloria mucho mayor que los demás moradores del Cielo, como quiera que es la “llena de gracia” (Lc 1,28) y Madre de Dios, la que con su parto feliz nos ha dado al Redentor. Su santidad, por tanto, es insigne y superior a la de todos los hombres y todos los ángeles; sólo es superada por la de Jesucristo, de la cual es un reflejo. Ella es, ciertamente, tan pura y tan santa que no puede concebirse pureza mayor después de la de Dios, según afirmaba Cornelio a Lápide.
Razones de esta santidad
La santidad de María ha sido querida y predispuesta por el mismo Dios en atención a su Maternidad divina, pues debía ser sumamente digna, pura y hermosa en todos los órdenes la que había de concebir y llevar en su seno al Hijo de Dios; la que lo daría a luz, lo amamantaría y lo criaría; e incluso, más aún, la que participaría íntimamente unida a Él en su obra redentora como Socia y primera Colaboradora, como auténtica Corredentora, y le quedaría siempre unida en la distribución de las gracias. La Maternidad divina implica la unión hipostática del Verbo (la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la persona divina del Verbo) desde el momento de su concepción en el seno de María: por eso, la sublime santidad de la Virgen encuentra su causa igualmente por su relación al orden hipostático, pues quedó familiarmente emparentada con la Trinidad. Con unas bellas palabras lo expresó el papa Pío XII:
“Y el Empíreo vio que Ella era realmente digna de recibir la honra, la gloria y el imperio, porque más llena de gracia, más santa, más hermosa, más endiosada, más sin comparación que los mayores santos y los ángeles más excelsos, individual o conjuntamente considerados; porque misteriosamente emparentada, en el orden de la unión hipostática, con toda la Trinidad beatísima, con el único que es por esencia la Majestad infinita, Rey de los reyes y Señor de los señores, como Hija primogénita del Padre y Madre tiernísima del Verbo y Esposa predilecta del Espíritu Santo; porque Madre del Rey divino, de Aquel a quien, desde el seno materno, dio el Señor Dios el trono de David y la realeza eterna en la casa de Jacob (Lc 1,32-33), y que de sí mismo dijo haberle sido dado todo poder en los Cielos y en la Tierra (Mt 28,18). Él, el Hijo de Dios, refleja sobre la celestial Madre la gloria, la majestad, el imperio de su realeza, porque, asociada como Madre y ministra, al Rey de los mártires en la obra inefable de la humana Redención, le queda para siempre asociada, con un poder casi inmenso, en la distribución de las gracias que se derivan de la Redención” (Radiomensaje Bendito seja o Senhor, para la coronación de Nuestra Señora de Fátima, 13-V-1946, n. 4).