Faltos de imaginación, o quizá porque, simplemente, estábamos cansados, no entendimos a qué se refería. Tuvo que ser más explícito: nos ofrecía droga “buena, rica y barata”. Entonces, como única respuesta –l os compañeros se limitaron a ignorarle y siguieron caminando -, le dije que aquello que nos quería vender no daba la verdadera felicidad, sino una diversión pasajera. Su contestación fue rápida: “Oh, no, señor, se equivoca… mi papá y mis hermanos me aseguran que sí”.
No me enzarcé en una discusión inútil con aquel niño acerca de los beneficios reales de las drogas, pero la convicción con la que profirió su defensa me inquietó y me hizo recordar la facilidad con la que los seres humanos nos dejamos llevar por las pasiones y los vicios más bajos. Arrebatos repentinos y tentaciones intensas nos confunden y amenazan con empañar nuestro criterio moral.
Tropezar setenta veces siete
Hay muchas maneras de ser feliz; probablemente, tantas como personas. Pero el ser humano es el único en tropezar dos veces con la misma piedra –y tres y cuatro y cien veces-, y por eso no terminamos de aprender una lección de vida fundamental: que las cosas de este mundo no nos dan la alegría verdadera. Buscamos la respuesta en la fama, en el dinero, en los placeres efímeros, en el poder… y aunque siempre experimentamos la decepción y la sed incansable que todos ellos nos deparan, volvemos a perseguirlos, antes o después, en un intento renovado por hallar la paz y serenidad que nuestra alma necesita y anhela.
Suelo decir – y soy consciente de que no tiene nada de original - que todos nosotros sobrevivimos al día a día gracias a las pequeñas alegrías que sabemos nos esperan en un futuro mediato: el fin de semana, las próximas vacaciones, un evento social cercano… incluso la serie de televisión que emiten todas las noches y que nos causa gran entusiasmo ver mientras cenamos.
Pues bien, poner las esperanzas en esas ocasiones especiales no tiene nada de malo, creo. A fin de cuentas, resulta muy humano buscar pequeños caprichos o celebraciones, que nos distraigan y nos saquen de la rutina. Lo no recomendable, eso sí, es que nuestra vida entera gire en torno a dichos momentos. Jamás un cumpleaños, un crucero por el Mediterráneo, una fiesta en la mejor discoteca de la ciudad o una cita con alguien que nos gusta serán la fuente definitiva de nuestra felicidad, por más que en los instantes previos a esos eventos parezca que sí.
Los orientales tienen muy asumido en su cultura popular que la felicidad verdadera no es ninguna meta, sino que está en el camino. En el andar tal camino. En vez de empeñarnos en dar con la felicidad mirando al futuro o al pasado, quizá debamos centrarnos en el presente. En el aquí y ahora. En el amar al prójimo como a uno mismo hoy, no mañana ni ayer.
Si debemos velar, como nos pidió Jesucristo, porque no sabemos “el día ni la hora” (Mt 25,13) en que moriremos, no nos queda nada mejor que valorar el presente del que disponemos y tratar de sacarle el máximo provecho posible. Ser consecuentes con la fe ya, sin excusas ni dilaciones.