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Fernando era un alumno ejemplar

Escritor

... lo llamarán “fray Antonio”; y la posteridad continuará a designarlo con este nombre.

¿Descendía el recién nacido, por el lado paterno, de Godofredo de Bouillon? ¿Provenía por lado materno de los antiguos reyes de Asturias? No se sabe con seguridad, pero no hay duda de que sus padres eran ricos y de noble estirpe.

Por desgracia, poseemos pocas informaciones auténticas sobre la infancia de Fernando. Su más antiguo biógrafo dice que estudió en la escuela de la catedral, que quedaba al lado de su casa. Aprendió allí lo que entonces se enseñaba en las escuelas episcopales: gramática, retórica, dialéctica y el canto en “rectus tonus”. La oración acompañaba el trabajo; con los discípulos, participaba en las ceremonias litúrgicas, unas veces cantando en el coro, otras sirviendo en el altar como monaguillo. La catedral de Lisboa estaba dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Fue en esta catedral privilegiada en donde comenzó a florecer su encanto por el misterio del triunfo de María en los Cielos, devoción que profesó durante toda la vida. En esta atmósfera de piedad sintió, sin duda, las primeras emociones religiosas, tan profundas y dulces en las almas predestinadas al sacerdocio; y su corazón, en la frescura de la inocencia, se iba orientando naturalmente hacia Dios.

Alrededor de 1210 entró en el monasterio de San Vicente de Fora. La iglesia del monasterio guardaba el cuerpo de San Vicente. Los fieles de Lisboa veneraban con gran fervor las reliquias de este glorioso mártir. Debe haber sido allí en donde comenzó a sentirse atraído por el martirio, cuyo deseo ardiente inflamó enseguida su alma. En esta época, Fernando era un alumno ejemplar. Piadoso, trabajador, notablemente bien dotado, daba magníficas esperanzas para el futuro.

¿Habrá querido Dios dejar entrever por medio de prodigios lo que llegaría a ser este bendito niño? Antiguas tradiciones portuguesas muestran al futuro taumaturgo realizando maravillas ya desde pequeño.

Leyenda del cántaro roto

Cierto día, mientras jugaba con otros niños de su edad, uno de ellos rompió sin querer el cántaro de una sirvienta que iba a buscar agua a la fuente. Conmovido con la tristeza de la pobre joven, el santo habría juntado cuidadosamente, uno a uno, los pedazos dispersos por el suelo y el cántaro se recompuso instantáneamente.

Leyenda de los pajaritos

En otra ocasión, incumbido por su padre de apartar los pájaros que revoloteaban por el huerto, sintió ansias de ir a la iglesia. ¿Cómo conciliar el deber de obediencia con la devoción? Llamó a los pájaros y éstos, dulces y obedientes, se dejaron encerrar en una cabaña. Fernando cerró la puerta y fue a rezar tranquilamente ante el Santísimo Sacramento.

Graciosas historias, es cierto. Su sabor franciscano recuerda las Florecillas; aunque parece difícil reconocerles valor histórico. Otro hecho más auténtico, que llama más la atención. Este joven tan puro, viviendo en un medio tan preservado, fue probado por la tentación. Como otros santos antes que él, entre los cuales el Apóstol de los gentiles, conoció “el aguijón de la carne”. El demonio, envidioso de su virtud, le asaltó con malos pensamientos y trató de perturbar su imaginación. Llegó a aparecérsele bajo las formas más seductoras, confiando arruinar en un instante los tesoros de la gracia que enriquecían su alma. Fernando opuso al enemigo el arma soberana de la oración.

Cuenta su primer biógrafo que, un día de lucha intensa, Fernando se refugió en su querida catedral. Asediado por la violencia de la tentación, subió corriendo las escaleras

que dan al coro. Cuando iba por la mitad, volvió con más fuerza la aparición tentadora; Fernando se detuvo para rezar y trazó una cruz en la pared; la piedra se ablandó bajo sus dedos y guardó para siempre  la marca de la sagrada señal, que aún hoy puede venerarse en la catedral de Lisboa.

* * *

Nuestro santo salió victorioso de esos dolorosos combates, y conservó hasta la muerte la flor de la inocencia.

En la dura escuela de la probación, Fernando aprendió los peligros del mundo y la profunda flaqueza de la naturaleza humana. Comprendió los riesgos que acechan en una ciudad amiga de placeres a un adolescente lleno de vida y rico como él. Se sentía incapaz de superar tantos obstáculos sin el auxilio de lo alto. Y quería a cualquier precio guardar el corazón para Dios. No retrocedió, para ello, ante ningún sacrificio. A los quince años ingresó en los Canónigos Regulares de San Agustín, que ocupaban el monasterio de San Vicente de Fora, situado no muy lejos de las murallas de la ciudad de Lisboa.

“Vida de San Antonio” Editado por El

Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)