En las encantadoras y misteriosas tierras de Oriente, el rey Saadi era conocido por su bondad. En todo el reino de Persia no había nadie que, sintiéndose afligido, no lo buscara implorando su auxilio y fuera rechazado por él. Todos los días el gran salón de visitas del palacio bullía de personas de las más variadas condiciones, clases y lugares, para ser atendidas por el monarca.
Un campesino fue a contarle el trágico final de su rebaño: una manada de lobos se había comido todas sus cabras. El rey, lleno de compasión por el pobre hombre, le dio otras cincuenta del ganado real, para reparar la pérdida de los veinte animales desaparecidos… Una tejedora se presentó trayendo un regalo para obsequiar al soberano, en gratitud por la ayuda prestada a su hija que había estado enferma en el hospital: una túnica bordada por ella misma. Y regresó a su casa cargada de sedas y paños finísimos. El rey Saadi sentía más alegría dando que recibiendo.
Tenía una hija llamada Esther, joven de elevada virtud y hermosa apariencia. Había perdido a su madre cuando aún era muy pequeña y el pueblo persa la amaba tanto que ya la trataba como reina. Poseía un carácter contemplativo y se complacía enormemente admirando las maravillas de la naturaleza: los pájaros, el cielo, en sus espléndidas y diversas tonalidades de azul, los árboles y, sobre todo, las flores, sus preferidas entre todas las bellezas de la Creación.
Un día, su padre estaba paseando por la terraza y vio que ella se acercaba y enseguida salió a su encuentro:
‒ ¿Qué deseas querida mía? Veo en tu mirada que quieres pedirme algo.
Entonces Esther le dijo con mucha sencillez:
‒ Hoy por la mañana he estado admirando las bonitas flores de tu jardín y me gustaría que me dieras permiso para coger algunas.
El rey Saadi se sonrió y le preguntó:
‒ ¿Y para qué quieres las flores?
Esther afirmó:
‒ Para poder inhalar su agradable perfume y adornar el altar de Nuestra Señora de Persia, en la capilla real.
‒ De hecho, las flores tienen un aroma magnífico –contestó el monarca‒ y quedarían muy bien a los pies de la Virgen María.
Sin embargo, cambiando bruscamente de asunto le preguntó:
‒ ¿Y tú, hija mía, has descansado bien esta noche?
A la joven le pareció bastante extraña la actitud de su padre, y más aún su rechazo a concederle algo tan sencillo, precisamente él que se mostraba tan generoso hasta con el último de sus súbditos. La conversación prosiguió amena y ella respondió diligentemente todas las preguntas paternas, pero volvió a sus aposentos con una incógnita en su corazón…
Al día siguiente, al encontrarse con su padre en uno de los pasillos del palacio, le indagó:
‒ ¿Has ponderado la petición que te hice ayer? Me encantaría muchísimo tener esas flores para adornar el altar de María Santísima. Mientras rezaba hoy en la capilla, me pareció tan vacío…
El soberano se acarició un poco la barba, pensativo, y después le dijo:
‒ Lo que me pides no es tan sencillo como crees. Recuérdamelo mañana… tal vez tenga algo que decirte.
Los días fueron pasando sin que Esther obtuviera la esperada autorización. Cuando le formulaba nuevas peticiones a su padre, éste empezaba una entretenida y larga conversación, sin mencionar nada sobre las deseadas flores. Cuando iba a rezar, se lamentaba con la Virgen de no poder adornar su altar y ofrecerle esa alabanza. Pero no desistía. Seguía pidiéndoselo al rey y visitando la capilla.
‒ ¿Por qué mi padre un puede tomar una decisión acerca de algo tan común? ‒ se preguntaba Esther, mientras contemplaba el paisaje desde la terraza del palacio. Concede a sus vasallos todo lo que necesitan, incluso riquezas, joyas, tierras, ganado… ¿Por qué pone tantas dificultades para disponer de algunas flores para que su hija las ofrezca a la Reina del Cielo?
Distraídamente su mirada se fijó en las flores del jardín… ¡Y cuál no fue su decepción al verlas todas marchitadas y feas!
Se quedó al acecho y a la primera oportunidad entró en la sala del trono para hablar con el monarca:
‒ Padre, ya no te preocupes por mi petición, porque las flores se han marchitado y no se las puedo ofrecer a la Virgen en ese estado… Sólo quería preguntarte otra cosa: ¿por qué has sido tan poco solícito con tu hija? Me parece que no hay una petición más fácil de conceder que la mía.
Levantándose de su trono, el rey cogió a Esther de la mano, la llevó al otro lado del salón y le dijo:
‒ Hija mía, he tardado en responderte por el gusto de tenerte más cerca de mí y oír tus argumentos. Sabes lo mucho que te amo, mucho más que a todos mis súbditos juntos. Eres la estrella que ilumina y alegra este reino. Y estoy seguro de que María Santísima también se complace con tus frecuentes visitas y con tu deseo de alabarla.
Llevándola hasta una de las ventanas de la sala del trono, le mostró desde allí un terreno del jardín más apartado, repleto de variadas flores –de todos los colores, las más exóticas y que exhalaban magníficos perfumes‒, las cuales había ordenado que plantaran únicamente para que ella se entretuviera y cogiera las que quisiera.
Esther comprendió, entonces, que así actúa la Providencia Divina con nosotros: muchas veces nuestras oraciones tardan en ser atendidas, porque a Dios le gustan las peticiones insistentes y confiadas. Además le agrada que lo busquemos a menudo, como había hecho esa joven con su padre y al ir a rezar todos los días a la capilla real. En el momento oportuno, tal vez de la manera más inesperada, seremos atendidos con inmensa generosidad, superando todas las expectativas y recibiendo lo que ni siquiera osaríamos imaginar.