Apuntaba un pensador español que “en un contexto familiar dubitativo sólo puede crecer la inseguridad personal, la lamentable experiencia del abandono. El hijo no puede confiarse en sus padres si a la vez no se fía de ellos. Los hijos son más felices, cuantos más seguros se sienten de ellos mismos, lo que exige formarlos en la confianza de su propio valer: ser respetados y confirmados en la verdad de su ser por aquellos que son su origen. Los hijos son felices si no se clausuran en el hermetismo que produce la desconfianza”.
No siempre se vale…, hay que esforzarse
En otras palabras: la familia no es cosa de los padres exclusivamente. Como tampoco lo es sólo de los hijos. Muchos psicólogos y pedagogos han coincidido al afirmar que muchos padres no están dispuestos a poner los medios imprescindibles para llegar a ser buenos padres formarlos en la confianza de su propio -valer cosa nada sencilla-, y, sin embargo, pretenden educar a sus hijos, lo que significa hacer bien de padres. De ahí que tales estudiosos afirmen que “el problema más extendido en la educación actual es que a muchos padres les gustaría hacer bien de padres… sin esforzarse seriamente por ser buenos padres”. La educación de la prole, por consiguiente, no se reduce a la mera instrucción. ¿Basta la inculcación de conocimientos? No. Educar es también educar en afectos, por ejemplo, y en valores humanos y sobrenaturales. Al final, lo más importante en cualquier educación es el amor, y no tanto el conjunto de reglas pedagógicas que nos hayan querido imponer. Querer a la otra persona desde el fondo de uno mismo es fuente de equilibrio y facilita el crecimiento personal en el resto de virtudes.
Escuchar siempre
La Iglesia nos explica continuamente cómo hombre y mujer, unidos en matrimonio, conforman, por sí mismos, una familia. Día a día, deben aprender a comunicarse entre sí. Las virtudes de la asertividad, de la empatía y de la prudencia determinan qué es lo bueno y conveniente en cada momento, así como los medios para lograrlo facilitan y enriquecen su interacción. Escuchar siempre. Hay un sinfín de excusas, que uno puede poner durante el almuerzo o la sobremesa familiar, para no sentarse a conversar, pero al final todo es cuestión de prioridades. Contarle al hijo historias de sus abuelos puede dar pereza, lo mismo que referir al esposo, todas las noches, las incidencias que ha habido esa jornada en el trabajo. Pero dichos esfuerzos estrechan los lazos - unos días más, otros días menos- y ensanchan la intimidad y la confianza. El lenguaje se erige en verdadero lenguaje cuando hay diálogo, interacción, entrega y recepción personal.