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Frente a la tragedia

Escritor

A veces, cuando sufrimos, es aconsejable poner las cosas en perspectiva. ¿Cuántas veces hemos escuchado del sida, del ébola, de la hambruna, de la fiebre española de hace 100 años… y no nos habíamos parado a pensar en el drama que entrañan realidades tan tristes? O el propio coronavirus, pues quizá cuando escuchamos por primera vez de él, en enero, no le dimos apenas importancia.
La siguiente pregunta que nos viene a la mente no tarda en llegar: ¿cómo se explica que Dios haya permitido una cosa como ésta? Pues bien, al igual que con tantos interrogantes que nos hacemos sobre el sentido del mal, de las enfermedades, de los desastres naturales… no existe una respuesta racional clara o satisfactoria.
Se dice fácil, y no lo afirmo desde la ingenuidad o la demagogia, pero, de alguna forma, el coronavirus puede interpretarse como una llamada de atención de la naturaleza misma. Ocurrió durante el esplendor del Imperio Romano, en las décadas previas a su caída; durante la Ilustración, poco antes de la Revolución Francesa; a principios del siglo XX, a escasos años de las dos guerras mundiales… cuando más inmortales nos creemos, cuanto más alto creemos volar, llega un hecho imprevisible que se escapa a nuestro control y que nos hace caer muy hondo.
Se calcula que la Tierra tiene alrededor de 4.000 millones de años de edad, tres veces menos que el universo como tal. En esa descomunal escala de tiempo, nosotros, los humanos, ocupamos la última de las últimas franjas: nuestra especie –Homo sapiens– se remonta a hace 300.000 años aproximadamente. En la película de la vida, nuestra existencia ocupa un espacio minúsculo, ni siquiera unos segundos.
Pero no quiero caer en existencialismos paganos, porque nosotros, los cristianos, en medio de este abrumador panorama, creemos en algo casi paradójico: que, pese a nuestra poquedad, somos hijos de Dios. Es decir, por muy triviales e insignificantes que seamos en el cuadro de la naturaleza, somos los únicos que podemos enorgullecernos de llamar a Dios nuestro Padre. Y, además, no es un Padre lejano y frío, sino que envió a su Hijo para salvarnos de una condición que parecía irremediable. De ahí, de esa certeza, nace una alegría y una serenidad que nos gobierna por dentro. Nos da guía, nos calma incluso en los momentos más duros y demenciales. En una palabra: nos anima a ser caritativos con los demás, por ser nuestros hermanos; nos consolida en nuestra fe, pues supera a lo material; y nos otorga una esperanza ilusionante.