Al igual que el Beato Pío IX en el caso de la definición de la Inmaculada Concepción, Pío XII recurrió a los testimonios bíblicos existentes y ya recogidos por la Tradición católica y por los teólogos para probar la Asunción en cuerpo y alma de María a los Cielos. En efecto, en Munificentissimus Deus recuerda que entre los escolásticos no faltaron los que demostraron su confirmación en la Sagrada Escritura, como ciertamente sucede. Antes, ya algunos Santos Padres y otros seguidores suyos habían buscado igualmente en ella los argumentos favorables.
Concretamente, en el Antiguo Testamento, una mención que puede y debe considerarse como expresión implícita de la Asunción es la victoria de la “mujer” sobre Satanás y el pecado, que se halla en el “Protoevangelio”. Pero también algunos autores antiguos vieron un signo en el Arca de la Alianza, hecha de madera incorruptible, y en la Reina Esposa del Cantar de los Cantares que, para ser coronada, “sube por el desierto como una columna de humo de los aromas de mirra y de incienso”.
En cuanto al Nuevo Testamento, la Tradición y los teólogos han comprendido con cierta frecuencia que el privilegio está contenido en el gratia plena del saludo del Ángel a María y en el benedicta tu con que la reconocieron él mismo y su prima Santa Isabel. En general, las razones y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos en favor de la Asunción tienen como último fundamento la Sagrada Escritura, que en el Evangelio muestra la estrecha unión existente entre la Madre de Dios y su Hijo, siempre partícipe Ella de su suerte. En fin, también es fácil verla en la figura de la “Mujer” del Apocalipsis, aquella Señora vestida de sol que el apóstol y evangelista San Juan contempló en sus visiones en la isla de Patmos.
Fundamentos en la Tradición
En Munificentissimus Deus, Pío XII recuerda los testimonios de la Liturgia, de los Santos Padres y de los doctores católicos en favor de la Asunción de María a los Cielos. Incide en la manera en que varios textos patrísticos muestran cómo sus autores se sirvieron con cierta libertad de diversos textos escriturísticos con el fin de demostrar su fundamento bíblico. Entre los Padres de la Iglesia, Pío XII destaca a San Juan Damasceno y San Germán de Constantinopla, y entre los seguidores de los Padres al Pseudo-Modesto de Jerusalén. El primero, “testigo eximio de esta tradición”, consideraba la Asunción a la luz de los demás privilegios y lo veía como una necesidad a consecuencia de su Virginidad, de su Maternidad divina y de su unión con Cristo en el Calvario.
Pero también los teólogos y los escritores espirituales de siglos posteriores fueron favorables. Los escolásticos y los oradores sagrados buscaron sus fundamentos en la Sagrada Escritura, y entre los medievales resaltan algunos como el obispo Amadeo de Lausana, San Antonio de Padua, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura y San Bernardino de Siena. Santo Tomás, si bien nunca trató expresamente la cuestión, siguió las pautas de su maestro San Alberto y sostuvo que al Cielo fueron llevados conjuntamente el cuerpo y el alma de María. San Buenaventura veía que era una consecuencia necesaria de su integridad virginal y San Bernardino incidió en el hecho de que María debía estar donde está Cristo. Entre los doctores posteriores, Pío XII destaca a algunos como San Roberto Belarmino, San Francisco de Sales, San Pedro Canisio y Francisco Suárez, quien pensaba que tanto la Inmaculada Concepción como la Asunción podían ser definidas. Además, en el Concilio Vaticano I varios Padres pidieron la definición de este privilegio.
Pío XII considera asimismo los argumentos ofrecidos por la Liturgia, que revelan la fe de la Iglesia y la manera en que era vivida por los fieles. En este sentido, deja ver que el culto litúrgico constituye una prueba de la Asunción, pues desde la Antigüedad cristiana, tanto en Oriente como en Occidente, se ha celebrado solemnemente la fiesta, ya de la Dormición, ya de la Asunción. En ambos casos, se observa una concordancia en las expresiones en los libros litúrgicos, pues se afirma que al cuerpo de la Santísima Virgen, al término de su vida terrenal, le sucedieron cosas correspondientes a su dignidad de Madre de Dios y a los otros privilegios que se le habían concedido.