La brisa del mar despeja la tibia neblina, las nubes están altas y hay una buena temperatura, parece un día como otro cualquiera. La ciudad se levanta, poco a poco, ajetreada y bulliciosa.
Hacía más de un año que arrastraba una penosa enfermedad pero nadie, que no lo conociera bien, hubiera advertido algo anormal en su comportamiento. Su carácter, campechano y vital, inundaba de alegría los lugares que frecuentaba; sus amigos, sus familiares, los rincones de la Revista, a cuya cita mensual, acudía con medida puntualidad.
Hacía tiempo que había escrito su despedida:
-Para cuando muera.- Había dejado dicho con su tradicional humildad.
Era una de esas personas que, allá donde van, no ocupan lugar. Participaba cuando y donde se le pedía, sin alambicamientos ni ostentación. Convencido de sus ideas, las defendía con perseverancia y prudencia. Para él, la muerte era sólo un tránsito a la vida verdadera, la que comienza cuando todo parece acabar.
Finalmente, ha llegado ese momento, nadie, excepto su familia y uno de sus amigos, se ha enterado, porque, como acostumbraba, partió en silencio, sin molestar a nadie.
-Creo que esta vez ha llegado el momento, la muerte se acerca”, le comentó, por teléfono, al mencionado amigo. Lo manifestó sin estridencias, como quien está fijando una cita para el día siguiente.
El 15 de Mayo, día de San Isidro, un día como otro cualquiera, nos dejaba José María Maraculla, devoto de la Virgen María e inundado de Fe. Un hombre sabio que no albergaba ninguna duda sobre el destino de su viaje, llevaba mucho tiempo preparando su partida.
El hueco que deja en la revista y en nuestros corazones, será imposible de llenar, no solo por los conocimientos que atesoraba, sino también y sobre todo, por su simpatía, humildad y bonhomía.
Aunque, en mi opinión y por muchas razones, la pérdida es irreparable, no solo para su familia sino para todos los que le conocimos, no debemos estar tristes; llevaba tiempo convencido de que debía partir. Hemos perdido un amigo y un compañero, pero, sobre todo, el mundo ha perdido un hombre con las ideas claras, un hombre que, no solo atesoraba valores, sino que para él, lo natural, era vivir de acuerdo a ellos. Un hombre que amaba la vida pero que deseaba emprender el viaje definitivo, el último, pero, también, el más importante e ilusionante de su existencia. Sabía que al final del viaje iba a encontrarse con la Luz.
La tarde declina tranquila, las fiestas de la primavera han ido decayendo en su intensidad a la que las tinieblas extendían sus sombras, las nubes siguen altas, no hay brisa. En algún lugar, tañen tristes las campanas de una iglesia, lloran por José María.