Nada hubiese podido ser más fatal para la vida cristiana, aun en la plenitud de su vigor, que el fomento de tal espíritu. Los papas se convirtieron en los patrocinadores de poetas, literatos y artistas, a los que el movimiento debía su existencia. No se pusieron, es verdad, a alentar ese espíritu, pero fueron demasiado condescendientes en aceptar, hombres completamente poseídos de ese espíritu, y esto en una época en que las tradiciones cristianas pugnaban trabajosamente por revivir, tras siglo y medio de decadencia.
El espíritu amoral del renacido paganismo
Gradualmente, inevitablemente, el espíritu amoral del renacido paganismo hizo presa en
la Iglesia, deteniendo en realidad todo el movimiento de reforma y divorciando del mismo al papado. Porque el logro final del neo paganismo renacentista y lo más inesperado de todo fue conseguir el colapso moral del mismo centro del orbe cristiano. El papa Nicolás V (1447-1455) había deseado ver a Roma convertida en el centro del nuevo saber, de la nueva cultura y del nuevo arte. Cincuenta años después Roma era todo eso y, además, el centro de todos los nuevos vicios. Esta situación se prolongó por espacio de unos cuarenta años, de modo que Adriano VI (1521- 1523), que vivió todo este periodo (había nacido en 1459), pudo preludiar su reforma con la afirmación consciente de que la Iglesia romana había sido el primer foco de todos los males que los hombres de bien lamentaban por doquier.
El sucesor inmediato de Eugenio IV fue Nicolás v, que, como Tommaso Parentucelli, había sido uno de los propulsores de la nueva escuela clásica; como teólogo y experto helenista, había desempeñado un importante papel en el sínodo conciliatorio de 1438, y como sacerdote y obispo se había mostrado hombre de vida intachable. Su breve reinado, inmortal por el generoso mecenazgo en favor de científicos y artistas, del que son testimonio la Biblioteca Vaticana y la nueva Basílica de San Pedro, fue, sin embargo. una larga lucha con las fuerzas que trabajaban contra la independencia del papa. Para asegurarse la paz en casa y salvarla de las intrigas de los príncipes vecinos –durante esos años hubo varios intentos de revolución en Roma, además de un grave complot para asesinar al papa y a los cardenales– Nicolás v se puso a sembrar la discordia entre sus enemigos, política que había de volverse contra su propio autor y sus sucesores.