Nació en Reims, Francia el 30 de abril de 1651. Era el primogénito de una numerosa prole nacida en el seno de una familia adinerada. Su padre era magistrado de la audiencia. De modo que pudo haber tenido lo que quisiera, pero escogió a Cristo por encima de todo. A los 11 años recibió la tonsura, y a los 16 fue nombrado canónigo del cabildo de la catedral. Un primo suyo, canciller de la universidad, renunció a la canonjía en su favor. Estudió en el colegio Bons-Enfants, y cuando estaba en edad de elegir, en lugar de optar por la carrera de derecho, como su padre hubiese deseado, determinó ser sacerdote. Su progenitor no puso inconveniente. Graduado como Maestro en Artes, ingresó en el seminario de San Sulpicio de París. Su virtud no pasaba desapercibida. El superior de la congregación expresó su parecer en estos términos: «De La Salle fue un constante observador de la regla. Su conversación fue siempre agradable e irreprochable. Parece que nunca ha ofendido a nadie, ni ha incurrido en censura por parte de nadie».
En ese periodo sus padres fallecieron, y él quedó a cargo de la administración de las propiedades. Eso le obligó a dejar el seminario. A veces las sombras se cernían sobre él. Dudaba de sí mismo, sopesando sus capacidades que minusvaloraba en extremo. La oración y el acompañamiento de buenos directores le ayudó a ser ponderado en los juicios. Fue especialmente significativo el consejo de Nicolás Roland, canónigo y teólogo de Reims. En 1678 recibió el sacramento del orden. Dos años más tarde obtuvo el grado de doctor en teología y poco después se implicó en la fundación de una escuela. Casi a continuación, de forma imprevista tomó bajo su responsabilidad el avituallamiento de una comunidad religiosa femenina. Estando en la treintena sopesaba las vías que le convenía seguir para dar el mejor cauce a su vida. La docencia, la tarea parroquial, o la asistencia caritativo social a las escuelas y maestros, eran opciones que barajaba. Fue ésta última la que orientó su acontecer. Había reparado en el colectivo de muchachos que vivían en zonas marginales, sin acceso a una educación que parecía sonreír únicamente a los que más recursos tenían. Algunos andaban por el mundo abandonados a su suerte; otros, habían caído en lo más bajo y requerían atención especial; precisaban una persona que se ocupase de restituirles su dignidad; ello les permitiría hacerse acreedores de la confianza y del respeto de sus congéneres.
Una de las decisiones que tomó Juan Bautista fue dejar a su familia para convivir con un grupo de docentes. Entonces percibió las necesidades que tenían, comenzando por la formación. Durante unos meses del año 1680 proporcionó una sólida preparación integral de orientación cristiana a los que acogió en su casa. En 1683 consiguió que se aceptara su renuncia a la canonjía, que había intentado antes sin éxito, y repartió su fortuna entre los pobres. Al año siguiente comenzaba a germinar su fundación, el Instituto de Hermanos de las Escuelas Cristianas (Hermanos de la Salle). Hermanos por el espíritu fraterno que les vinculaba entre sí y todos con Cristo. El eje vertebral era la familiarización con la presencia de Dios en sus vidas. A través de ella se ponía de manifiesto la tutela del Creador hacia cada uno de sus hijos. Con esta práctica, seguida no solo por los alumnos sino también por el profesorado, les inducía a ver el mundo y actuar en el día a día. Roland había vaticinado: «Tu celo la hará prosperar». «Completarás el trabajo que he iniciado. En todo esto, el padre Barré será tu modelo y guía». Juan Bautista siempre manifestó que la idea de la obra no fue suya. Reconoció también: «Si alguna vez hubiera pensado que lo que hice por pura caridad con los maestros pobres iba a terminar haciendo que viviera con ellos, hubiera renunciado al instante». Pero le había guiado su plena confianza en la providencia: «Debo hacer el trabajo de Dios y si lo peor debe pasar roguemos al Señor por fuerza». Así superó abandonos, destituciones y muchas pruebas. Uno de sus grandes pesares fue la prematura muerte de Henri L’Heureux en 1690, cuando estaba presto a ordenarse. Tras ella entendió que la fundación no debía estar integrada por sacerdotes.
Al abrir las escuelas la idea de Juan Bautista fue instaurar la gratuidad para todos con independencia de la economía familiar de cada uno; era algo que chocaba con otros intereses. Pero los Hermanos de la Salle siguieron adelante. En esa época lo habitual era la enseñanza individualizada. Por eso, sorprendía que los alumnos pudieran recibir la enseñanza todos juntos y a la vez, lo cual suscitó muchas oposiciones. Hasta en estamentos eclesiales miraron con recelo el nacimiento de este proyecto que estaba en manos de laicos consagrados dedicados a enseñar «juntos y por asociación». Estaba fuera de los cánones conocidos. Por otro lado, las autoridades educativas no salían de su asombro. Organizó centros de formación de maestros, escuelas especiales para jóvenes que habían delinquido y a quienes había que reinsertar, escuelas técnicas, otras secundarias para lenguas modernas, ciencias y letras… Todo ello con excelente calidad. Era un campo abonado para alentar a una vocación religiosa porque los padres y maestros estaban implicados en la educación. Escribió silabarios, catecismos para uso escolar, salterios y obras pedagógicas y espirituales. La «Guía de las Escuelas Cristianas» se considera el mejor texto pedagógico del siglo XVII. Y «Meditaciones» es valiosísimo para educadores cristianos. Falleció en Saint-Yon, cerca de Rouen, el 7 de abril de 1719. Al fin de sus días había confesado: «Si Dios me hubiera revelado lo bueno que podría ser logrado por este instituto, y de la misma manera me hubiera hecho saber las pruebas y los sufrimientos que lo acompañarían, mi valor habría fallado, y yo nunca lo habría emprendido». León XIII lo beatificó el 19 de febrero de 1888. Él mismo lo canonizó el 24 de mayo de 1900.